martes, 24 de mayo de 2011

El amor de Jacinta.

I
Río Seco es una población escondida, rural y desconocida. Se halla entre la carretera que conecta un municipio con una costa. Para llegar a Río Seco uno debe tomar un camino de terracería oculto entre una espesa cortina de vegetación verde, verde; brillante a tal modo que cuando contrasta con el azul del cielo quieto, esta pareciera un monstruo que respira, se mueve y abre sus fauces tragonas hechas de árboles de plátano, mango, ciruelas y almendras. Si se va a Río Seco debe uno dejarse tragar por esta bestia de clorofila, agarrando el terraplén irregular que está teñido de rojo  y amarillo por los frutos que cayeron y se pudren impregnando el aire con un olor dulce y empalagoso.
Los mangos de esos árboles cuelgan imponentes de las ramas, amarillos y gordos como globos moteados de rojo; un rojo desvanecido como pintado por un artista, y tan encendidos que parecen ojos que te miran. El plátano crece  entre hojas oblongas, en pencas terribles que  parecen las manos verdes de la bestia. Frutas grandes que se mueven como garras cuando el viento azota.
La espesura de la tupida arboleda no deja pasar mucha luz, apenas y se cuelan unos rayitos
fulgurantes y tímidos; cuando se camina por ahí es como si se caminara bajo papel picado de feria; y las pupilas se deleitan con el verde del yuyo enramado que tiene pedacitos de luz y penumbra al mismo tiempo; con el encendido de las frutas que cuelgan y con las almendras abiertas y rojas que yacen en el cepellón, como yacen los muertos en el campo de batalla. El aire húmedo, caliente, caliente; siente uno como se pegan las ropas al cuerpo de tanto sudor y bochorno; hasta da risa que el pueblo se llame Río Seco, por que el nombre no coincide con la humedad y la vida que se respira en esa arboleda. Pero uno lo entiende cuando se llega a la barranca, junto a las primeras casas del poblado: como si se tratase del cascarón muerto de la piel de una serpiente, está lo que fue un río que bajaba desde el monte hasta la mar. Dicen que era un río muy basto; fresco, fresco y de agua tan clara que se miraban las rocas del fondo, de esas rocas de río blancas y lisa como blanquillos; también se veían  los peces tornasolados, brillantes como joyería nadando contra la corriente. Cuentan que si bajabas por la orilla del río hasta el mar, luego luego se veía como chocaba el agua dulce con el agua salada. Dos hermanos que se encuentran y se saludan.
Hasta que el río se seco así, sin más ni más, y como el agua nunca regresó, el pueblo se llamó Río Seco y todo el mundo olvidó cual era el nombre que tenia anteriormente, por que así es de fácil olvidar las cosa buenas cuando dejan de pasar. Lo que antes había sido un caudal de agua viva, se convirtió en una triste zanja al fondo de una barranca llena de basura y uno que otro esqueleto de res o mula que encontraron en aquel lugar un sepulcro.
El poblado es sencillo, pequeño, menos de doscientas casas; unas grandes de ladrillo pintadas blanco, otras pequeñas de adobe caleado con jardines cuajados de flores,  helechos y palmeras enmarcadas con tablitas en forma de cercas; hay también jacalitos y palapas humildes hechos de madera y palma seca. Las calles sin pavimentar son de tierra negra y sabia, de esa que cuando llueve, suelta un aroma salado y picante: olor de tierra mojada. Cuando el chubasco arrecia duro, se hacen graves lodazales y hay que tener cuidado al caminar si no se quiere terminar siendo un estropicio.
En el centro del pueblo hay una fuente de piedra donde se reúne un tianguis. Unos llevan animales y productos de la siembra particular; a veces no falta quien vende juguetes o radios de la ciudad, aunque no sirven de nada por que no llegan las señales. No hay doctor en el pueblo, solo un yerbatero vetusto llamado Nabor que da sobadas de tabaco y aguardiente para las fiebres y las reumas. 
Cuando alguien cumple santo, se arma una buena comilona de mondongo a la que todos están invitados; se tocan sones y coplas jocosas, rascando con enjundia las jaranas, el arpa y el violín, provocando en los asistentes una necesidad urgente de gastar las suelas sobre las tablas, al ritmo del zapateado. Pero a veces ya entrando el aguardiente de caña en los corazones, se arma una reyerta muy dura y no falta quien saca machete ante el estupor de los asistentes. Se escucha entonces el grito ahogado de las mujeres y el estrépito de los machetes que sacan chispas cuando se encuentran en curva. Casi no ha habido casos que lamentar. Casi.
Fue precisamente en este pueblo rural casi desconocido y oculto tras una arboleda monstruosa donde Jacinta vivía. Hija de un campesino; muchacha recia de caderas firmes y piernas atléticas; morena ella, de piel lustrosa y brillante como fruta madura y dulce. De rostro bonito, orgulloso, afilado y requemado como sus hombros de color bronce tostado.
Un día venia Jacinta, en medio de toda su gracia, caminando por la terracería en dirección al pueblo; andaba descalza, con su falda azul gastada y su blusa de manta sudorosa y repegada en  sus senos tibios; andaba taciturna entre las fauces del monstruo verde, transida por un pensamiento que hacía varias noches habíale quitado el sueño. Y fue justo ahí, en medio de aquel camino, que Jacinta decidió que era el momento de llevar una vida en su cuerpo, así, sin más ni más. No supo si fue por esos árboles frondosos que parecían mirarle o por la vocecilla evanescente que parecía susurrarle cosas bonitas, pero Jacinta se sintió segura de querer hacerlo: llevaría una vida creciendo en su vientre.

II
Aquella noche Jacinta no pudo dormir: Al estar acostada en la soledad de sus habitación, abrazada por el silencio absoluto de la noche donde los grillitos encuentran el momento de dar su concierto, Jacinta se encontró con los pensamientos que le asaltaron cuando paso por la arboleda; creía escuchar otra vez la voz evanescente. Se levantó de la cama; prendió el foco que colgaba del techo; dio vueltas en círculos, se destrenzó y trenzó el cabello, se corto las uñas; nada. No consiguió volver al sueño y no paraba de escuchar el sonsonete aquel que le hablaba.
Fue a la cocina a buscar un vaso de agua y ahí, sus pupilas acariciaron de soslayo el costalito donde se guardaba el frijol. Se apresuró a él y metió la mano en el interior del costal de yute, saco un puñado de semillas y dijo: “Esto es lo que necesito”.
Caminó de vuelta a su cuarto, cerró la puerta y la atrancó con un banquito; despojó entonces su joven cuerpo del camisón de manta que la cubría y se tendió en la cama. Jacinta estaba desnuda bajo la luz eléctrica del foco, en toda su juvenil belleza de  muslos generosos, pechos agraciados y vientre de pradera lampiña. Jacinta, solo vestida por su cabellera negra que se ceñía a las sábanas como una criatura lisa de obsidiana; vestida solo por sus largos cabellos y por el pubis poblado y tupido como la arboleda viviente que estaba afuera en el campo. Igual de viva, igual de húmeda.
Tomó con divina mano una de las semillas que eran tan negras como sus ojos y la posó con ternura en el ombligo, inseminando así su deseo febril: “Por fin he de llevar una vida en mi cuerpo” se dijo al tiempo que se quedó dormida fulminantemente. Cuando despertó notó enseguida que su carne había servido de banquete para los zancudos y que su plan había fracasado.
Paso la mañana la desilusionada muchacha rascándose y pensando. “¿Por qué no germinan las semillas en mi carne?” se preguntaba. Todo el día anduvo dispersa, casi flotando, como una pluma en un remolino que sopla con entusiasmo; “debo llevar una vida creciendo en mi vientre” se repetía una y otra vez en voz baja mientras la voz evanescente seguía hablándole en un extraño dialecto. Fue en la nochecita que la morenita le preguntó a su padre:
-¿Cómo se germina una semilla?
-Necesitas agua buena y tierra buena- le contestó el hombre.
Como poseída por un diablo embravecido, Jacinta fue corriendo a su cuarto, cerró la puerta y la trabó con el banquito; se desnudo y tomó otra semilla de frijol; sacó un puñado de tierra de una de las macetas donde ponía azucenas, de esas que son bellas y fragantes como milagros vivientes. Se acostó en su cama y repitió la operación de la noche anterior, pero esta vez usando la tierra negra que era el alimento de las azucenas y el agua de la noria con que las regaba. Durmió entonces. A la mañana siguiente vio los resultados de su nuevo experimento: había sido su epidermis como un nuevo manjar para mosquitos y su plan había fracasado, solo que en esta ocasión  estaba un lodazal manchándola a ella y al catre. “¡Contra!” se dijo furiosa, “Necesito una semilla que germine rapidito, rapidito”.
Haciendo caso omiso a sus obligaciones y quehaceres, la muchacha fue con el yerbatero Nabor para que le diera una nueva semilla.
-Esta germina rapidito, rapidito mi niña- le dijo el vetusto mientras sujetaba a la muchacha por la cintura.- Ponle tierra, sal y agua bendita; verás como con una frotadita tu semilla crece. Frótate suavecito, suavecito. ¡Que panza tan tiernita que tienes!
Jacinta salió del jacal indiferente a la abyecta lujuria en los ojos del réprobo. Tenía su semilla y eso era lo único que le importaba.
-¡Condenada!- gritó con los dientes apretados el anciano cuando la vio partir.
Por la noche, Jacinta se dispuso a su tarea, que ya mas que un deseo era una obsesión; otra vez su delicado cuerpo yacía desnudo en el catre, con la semilla, la sal, la tierra negra y el agua bendita en el vientre. Esperaba ella un cosquilleo en el vientre, algún dolor o algún placer; algo que le indicara que su semilla estaba germinando. Nada. Durmió entonces pero esta vez con una lagrima corriendo por sus mejillas.
Sucedieron varios amaneceres; Jacinta vagaba melancólica debajo de la arboleda monstruosa; en sus ojos prietos se podía ver esa tristeza de aquel que ha perdido algo que jamás tuvo. Su paso era lento, grave; seguía escuchando la misma voz, pero ya no le era extraña, era más bien intima y calida, como la de un amante. Entonces la vio, estaba tirada en la terracería, casi abandonada sin nada alrededor: una semilla de ciruela que gritaba su existencia solo a los oídos de Jacinta, quien, con un amor afable se inclinó para recogerla; mirándola embelesada y embriagada de pasión.
Y ahí, en medio del bosquecillo, la hermosa Jacinta se entrego a su deseo despojándose de sus prendas con tal ímpetu que parecía un venado brincando airoso sobre sus patas. Se tiró al suelo revolcándose como gata en celo; puso la tierra negra y el agua estancada de un charco en su vientre y puso también la sal que broto del suelo. Germinó casi de inmediato, rompiendo la dura cáscara de la que brotaron pequeños bracitos que se incrustaron en el ombligo, abriéndose paso, rompiendo la piel  hacia el calido interior de Jacinta. Aquello era placer, le causaba una felicidad casi infinita; sentíase invadida por algo ajeno a ella y que le hacia suya a cada milímetro que se adentraba. Era algo nuevo, excitante; una clase de amor que le era desconocido; un amor que ella correspondía y que le era correspondido a la vez.
Y como una ola que choca impetuosa contra las piedras, un espasmo que cimbró a la joven culminó aquel acto…

III
Cuando el astro divino se comienza a apagar tras el pétreo occidente, deja antes de su despedida millones de centellas encendidas en las aguas a modo de regalo póstumo. Son fuegos que flotan y se mueven con el viento marino, mientras el cielo se torna en un púrpura fúnebre que anuncia la partida. Las nubes desgarradas son parte de la lumbre en el agua y el púrpura del manto celeste.
Después, como si el infierno cayese sobre la tierra, todo se torna rojo y el sol parece una esfera opaca y agonizante. Al caer la noche, la negrura terrible del firmamento se llena de silencio que grita y se lamenta. El mar que unas horas antes era alegre y risueño, nos muestra su cara sombría: negro como el peor de los pesares y uno no puede ver más que la umbría; es en ese momento cuando le oímos rugir furioso y caemos en la cuenta de lo finito de nuestro existir.
Pero el astro siempre regresa majestuoso por el oriente, para alumbrar con su implacable luz todos los rincones de la costa y del bosque y del pueblo y la ciudad. Es entonces, en ese perpetuo nacer y renacer solar que llamamos día y noche, en que los hombres vivimos y morimos, sin esperanza de renacer como lo hace cada día el sol. Cuando nos llega el ocaso no hay forma de que busquemos otro amanecer.
Habían transcurrido varios amaneceres así desde el día que Jacinta se entrego a al éxtasis de amor en aquel bosque. De su ombligo brotaba un pequeño tallito tierno y frágil; de color verde pálido y con dos hojitas discretas que apenas se atrevían a asomarse. Era ese pequeño brote vegetal lo que tanto había ansiado Jacinta y la única razón de su existir.
Paseaba por el pueblo y por el bosque con aquel primogénito en el ombligo descubierto ante el asco de algunas personas y el gesto de ternura de otras; sus padres la veían con reproche y se portaban indiferentes ante las necesidades de su nieto.
-¡Eres una loca!- gritó la madre al enterarse del amor de Jacinta.
-¡Eres una perdida!- rugió el padre al ver al extraño vástago.
Pero a Jacinta poco le importaba, por que ella había encontrado la felicidad en aquel amor apacible; esa era la razón por la que corría como liebre juguetona y chapoteaba en la orilla de la playa para que el mar le salara los pies.
Con el paso de las semanas empezó a diluirse la alegría hasta que desapareció y en su lugar quedo un dolor agudo en las entrañas, como si un millón de agujas se incrustaran en sus tripas. El pequeño tallito era una planta grande. A Jacinta se le dificultaba hacer cualquier cosa por que el hijo que crecía en su vientre le estorbaba; decidió no salir y permanecer en la cama el mayor tiempo posible. Su madre angustiada, le procuraba los cuidados necesarios, llevándole té de flores azahar para el dolor y atendiéndola en todo lo que necesitaba. Su padre la amenazaba constantemente, diciéndole que le “arrancaría a ese bastardo”. Jacinta no lo permitiría y a pesar del dolor ella seguía siendo feliz.
Una mañana, intempestivamente, Jacinta despertó con un árbol de ciruelas en su panza. Al darse cuenta, estalló en una gritería tan fuerte que sus padres despertaron y con ellos todas las personas de los alrededores. Eran gritos ahogados motivados por el dolor, pero más por el pánico de descubrirse con semejante cosa saliéndole de las carnes a través de un boquete inmenso y desgarrado en su vientre.
Cuando su madre la vio se desmayó sin siquiera poder decir nada; su padre pegó un alarido lastimero mientras se jalaba los cabellos y abría los ojos a tal punto, que parecía que se saldrían de sus cuencas. Jacinta aullaba horrísona como una bestia herida de muerte, profiriendo blasfemias como un poseso. El hombre, determinado en ayudar a su hija, fue por el hacha que tenia guardada en la cocina y una vez en sus manos fue directo al cuarto de Jacinta con la firme intención de acabar con el árbol, hacerlo leña y salvar a Jacinta de esa suerte maldita. Con todas las fuerzas que el cuerpo le ofrecía, el padre de la muchacha arremetió con puntería justo en donde se hundía la carne con la madera. Fueron más de quince golpes los que se necesitaron para que el árbol se rindiera en un rictus de astillas y dolor. Una vez que vio librada a su hija de ese brote, se dispuso a sacarlo de la casa y en el jardín lo termino de destazar, con tal saña que parecía que descuartizaba a su peor enemigo.
Jacinta yacía inconciente en su cama, como si los nervios se le hubiesen apagado por tanto dolor; en la casa reinó el mismo silencio que habitaba en los labios de la joven y nadie habló al respecto.
A la mañana siguiente, con esa necedad que distingue a las bestias infernales en su afán de hacerse carne en cuerpos ajenos, el brote desgraciado retoñó en el mismo lugar del día anterior, pero esta vez era más frondoso, más vivo y de las ramas colgaban ciruelas rojas, tan brillantes como ojos que podían mirar. El ciruelo respiraba, se movía y casi se podía escuchar una voz desde su interior: un sonido de eco como salido de un sepulcro.
Tanto el padre como la madre se encontraban petrificados por el terror, ante la presencia de una criatura tan horripilante; ni siquiera se atrevieron a acercarse al cuerpo inconciente de Jacinta, pero algo había que hacer. Cuando el primer tajo del hacha golpeó a la criatura, esta sangró profusamente y pegó un alarido infernal que se escuchó hasta las afueras del pueblo. La bestia se había vuelto una sola con Jacinta; se alimentaba de sus tripas y las raíces estaban enredadas en el espinazo. Matar al ciruelo seria matar a Jacinta.
Fueron dos días después, cuando ocurrió todo. La madre de Jacinta entró al cuarto para limpiar y pasmada por el frío de la muerte, vio a su hija con el vientre despedazado, como si hubiera explotado una bomba. La pobre Jacinta tenía los ojos abiertos, con una mueca de dolor en su bello rostro salpicado de sangre; sus manos quedaron agarradas a la cama como dos tarántulas y sus piernas abiertas parecían las de un muñeco de trapo. Junto a la cama había un rastro de sangre, tripas; hojas y ciruelas machacadas que iban del cadáver hasta la ventana, que es por donde el monstruo salió. Jacinta fue enterrada ese mismo día; nadie comentó nada y mucho menos se quiso averiguar cual de las bestias que estaba enterrada en la arboleda, en la entrada de Río Seco, era la que creció en el vientre de Jacinta. Dicen que ya casi nadie pasa por ahí. Casi.

Poema al bicentenario.

            Primera Centuria.
I
Dolores de parto en la tierra,
grito en el vientre de la virgen,
china cambuja, sambaya, albina.
No habrá más Bula de Cruzada,
ni mesnada, ni la alcabala
para el criollo oligarquía.
Lamentos castizos y moriscos
aullidos coyotes y mulatos
ahí t’estas con la negra antorcha
torna atrás con machetes pasos.
Dolores de parto que se parten
en las costillas de Guadalupe
donde apuntan los fusiles, gritos:
Grito de Dolores, en el nombre
del padre, del hijo cinco hijos,
¡Muera el reino de Hispania!
¡Que la Iberia se sumerja trémula!
¡La razón del Insurgente viva!
¡Arremeted contra los que fueron!
¡Contra esos que no serán más!
La pétrea carga entonces va
sobre las vertebras de tortuga,
apócrifa.
Conseguir un coito iracundo,
pierden toda castidad las castas
entre los muslos de las naciones,
que ya nacen.
Aves de carroña contra hienas,
se devoran sin ojos, sin almas
buscan vengar afrentas las unas,
defienden la corona las otras.
Y las contracciones por fin triunfan
sobre el ocaso de un imperio
y el amanecer de la serpiente,
águila emplumada de sol.
El sol que nunca divisará.
Pero donde se triunfa, ahí,
verán expuestos los blancos dientes
y las cuencas vaciadas por cuervos,
en las cuatro jaulas las cabezas
muertas de oprobio excomunión.
II
La fe impera en la nación,
sentimientos en tinta-papel,
ya es María y sus tres letras.
AEQUE VICTRIS.
 OCULTIS ET UNGUIBUS.
La cabeza que cubierta clama,
sigue en brama la perra de guerra,
es en la playa su nuevo celo
es en el fuerte su sitio ya.
Se envenenan las aguas vino,
los cueros mojados se devoran
Iberia empuja con la pólvora,
hambruna y sed que no se sacia…
pero hace de ella derrota.
Se alzan esas, las voces patrias,
horrísonas, como las victorias
que se opacan detrás de cerros.
Se caen las letras de María,
queman las banderas Guadalupes,
masónicas,
indias, criollas, chinas y mestizas,
castizas, mulatas y moriscas.
De tierra y cenizas los puños,
se precipita el plomo fuego
gastando a las pobres defensas.
Vuelto espaldas el adoptivo padre
perforado por pulidas balas
execrado de su lucha y sangre.
Ni las altivas mujeres vuelan,
ni el español la salvará,
la causa
al cerro del bellaco debido.
Guadalupe y María caen
para dejar sin fe el banquete de Ares.
III
Son los montes verdes, imponentes,
donde le queda una copa al banquete
El vino proviene de la selva,
donde el que vence no se oculta, no,
resiste, para beber del vino.
El que es segundo intentará
indulgencia
minar en el miocardio selvático,
mandando, al primero que no es,
pero que será aquel primero,
tras de que los sendos corazones
y los brazos y pechos hipócritas
en Acatempan montes se fundan.
A los invasores se expulsan
y se le bautiza al no nato,
hijo de las sangres nada ciertas;
aleación de la piedra y acero.
Y de libertad es ese pacto
y el parto de tres garantías
Como las tres letras de María,
Guadalupe
Serán como las castas los criollos
Serán como los criollos las castas
¡Mentira!
De las traiciones, consumación y nuevo nacimiento.

Segunda Centuria.
Tierra, tierra, tierra decadente
águila sin permanente vuelo
Mutilada fuiste, toda tú
por esos lejanos codiciada,
por belicosos del norte y este;
décadas de odios interminables.
Presa de lobos hechos con sangre
Prisionera de toda traición
Esclava de uno de tus hijos,
del fratricida, del Caín
que del águila hizo su trono.
¡Levántate tierra! ¡Vuela! Alza
los laureles que no te coronan
emplumada águila serpiente.
Borrascas mentiras potosinas
hacen eco desde aristócratas,
esotéricos, cabalísticos,
de nepente dulce son dadores.
Evolución que evoluciona,
ciclo de un eterno retorno,
se levantan los campos entonces
Tierra ennegrecida, rojiza
y la dorada arena desértica;
él, hombre sobreviviente Curley
de siete leguas contrabandistas;
el sureño azote, es indio
sobre un mestizo Alazán.
Cuatro lanzas sobre el dictador,
rumbo al este expulsado, muere,
al tigre deja en libertad
                                 Tigreáguila
II
Diez solesluna de felonía
atroz extirpación en el cuello
y pupila no cristalizada
el abyecto arrebata luz
                                 delirium tremens
y suelta la bestia furiosa
herida de falsas promesas
                                 no cumplidas.
Otra vez las lanzas son lanzadas
hacia el espurio corazón
que se vierte en vasos alcohólicos
encumbrando su cobardía.
Más, la inercia de las garras cobra
la deuda, en que la ambición
ha forjado su cruento tormento.
Cañones y cargas de caballos,
                                 hombres,
metrallas nutridas en la tierra,
vapor de maquinaria guerrera
con piernas de hierro cabalgando,
los filos de bronce cortan carne,
los descalzos pies sangrantes,
las botas pisan los escorpiones,
los templos repican con campanas,
mientras los hermanos se asesinan.
Son caínes hijos de la tierra
y uno a uno se apuñalan,
y el Atila vuelto suave vaina
como un santo es ultimado
al tiempo que su marcha termina.
El eterno retorno retorna
y el ídolo escribe leyes,
se hace pacto con los demonios;
Saturno devorando a sus hijos
para morir, por su primogénito
que en la sierra abre sus entrañas.
III
La falsa paz ilumina todo,
cachorro de tigre desdentado
amansado a punta de fusil.
Sólo falta la cabeza rala,
la del centauro que se resiste.
Manos cobardes, apuntan miras
¡Parral!
¡Fuego!
Inmerso dentro del animal
en sepulcro y tumba metálica
donde la muerte le antojaba,
encontró su deceso el Pélida
el último.
IV
El hombre levanta fina hoz
calladas las voces campesinas
indias, criollas, chinas y mestizas
castizas, mulatas y moriscas;
de dos partos el Estado nace,
el dulce oprobio hace fiesta,
del dolor de parto que se parte
de las tres letras de María
Guadalupe
se hace fiesta.
Se festeja con la sangre vino
que con colores da embriaguez,
celebraciones de los olvidos
banquetes de costras purulentas
fina memoria deslavada
me-moría
gritó la tierra
la sangre
se hace fiesta
a los monumentos
al héroe
falaz
se hace fiesta.

sábado, 14 de mayo de 2011

Sin título.

Sí,…

Me pareció haberle conocido,
pero impávidos huecos sus ojos,
y lo digo así, por que etérea
su estampa de brioso corcel.
Desbocado, nunca.

Creí una vez haberle hablado,
pero inerte sorda la pétrea esculpida,
y lo digo así,  por que sin tímpanos iba,
flotando en hiel armazón.
Eco solamente.

Una vez pensé haberle amado,
pero inanimada estatua el onírico trueque
hasta cuando incondicional ortiga mis brazos despecho

Por fin supuse haberla olvidado,
ante el invalido contacto
el empañado cristal aclara

Pero paralelo al paladar el mineral,
obliga engaños desmentidos a volver
Sí, la conocí,
y nunca la olvidé.

Ruego a los párpados.

Respirar humo
Exhalar cenizas
Prevalece el insolente insomnio
Ocre luz al cuarto blanco
Grisazul las sombras que tapizan
Horas implacables a los parpados cansados

¡Descansen por favor!

Dejen fuera el color del aire.
Dejen fuera el calor que necio yace
en la memoria
y acurrúquenme en el seno del sueño de ensueño que no te nombra
ni te hace verbo
ni te hace carne
ni te respira a ti
humo
exhalación de cenizas.

¡Descansen por favor!

Vístanme con negro manto de inconciencia.
Vístanme con blanco lienzo de inocencia
para no habitar en sucio armario
esperando
que me quieras
me hagas verbo
me hagas carne
me respires
me recuerdes
y recuerdes
el beso que jamás nos dimos
el día que jamás pasamos,
el vino que jamás bebimos en la noche que jamás llegó.

¡Descansen por favor!

O dejen morir al amor castrado.
O dejen dormir al soñador cansado
que no se cansa de amar ya amanecer cansado
por que ustedes no pueden descansar.



Mi felicidad

Mi felicidad es aquella en la que escupen los cerdos enaltecidos
Ebrios de sodomía y de amor apócrifo
Es el odio que les tienen las perras a sus hijos
Es su brama enloquecida
Ofrecida a los propietarios de su celo

Y yo, más inmundo aun…
Más que los desdentados cerdos que segregan pus de las encías
Yo más inmundo
Que los perros que fornican a las perras
En la rabia que las encinta
En un exhausto amanecer que no cobijo.

Yo más inmundo aun…
Por desear felicidad como esta
Por no obtenerla
Por ser indigno de ella.









Lejos de Brescia.

Pensarte
En el beso la náusea
Ese abrigo gris que te guardaba
Pupilas de bronce que eran santuario
Estrabismo sincero del sepulcro ahora

Decirte
Lo hemos roto
En fracciones punzo cortantes
Vueltas cimentos de memoria
Corteza insoluble al recuerdo

Vagábamos solos
¿te acuerdas?
Fútil tiempo
Caminatas a ningún lado
Desbordándonos en besos
Basándonos en naderías
Buscándonos entre alacranes
Anémonas
Arañas
Sancudos
Pican
Da comezón
Ardor
Inflación
Me rasco
Entierro las uñas
Perforo la cáscara
Seco pellejo contradictorio
Agua que emana menuda

Miento
Tú también
Embotas la lengua languideciendo falsamente
Mientras hechizos vomitas dentro de piadosos cofres
Yo también
Hago abismos en las charcas
Lamento sin tener lamento
Me rasco sin comezón
Tú también
Ries
Revoloteas
Ronroneas conteniendo el miocardio
Usando las rotas costillas como último blindaje
Yo también.


Platicamos entonces
Planeando el sin sabor
Nuestra pequeña tragedia
Efímeras cumbres
de donde son oriundos nuestros rencores
Proferimos palabras pensando en perfeccionar las artes que aprendimos.
Eso aprehendimos
Eso pensamos
Suponemos
A ojo de pájaro, pero cayendo a tierra
arrepentidos arrastramos nuestras culpas
Arrancamos las virtudes y arremetimos contra nosotros
Lo rompimos
En vano
Es ahora cuando vemos quienes fuimos
¿te acuerdas?
Yo me acuerdo,
mas, en el beso la náusea

Brescia

Habló el temblor angustioso
estrangulando voz de viento quebrantada
el esbelto manicomio mío
asilo de podridas frutas
y disfrutas
gustas
gozas y disfrazas
sentada en altar de almohadas
te abstraes en menudas risas
nervio dislocado
ante el sarcasmo del orgasmo
de los órganos
los miembros que patean
y contraen entrañas.
Terciopelo pubis
vaso lleno a punto del desborde
que se desborda
nos desbordamos en un beso
pacífico estruendo de relámpago
salpicado de sal marina.
Cálido suspiro compartido
hablamos
susurramos
decimos
bájamente
cinco letras que no bastan
dos palabras que sobran
el te amo insuficiente
que nos basta
que nos sobra
nos abraza en acero
forjado
fundido
templado
a golpes de saliva.
Bocas que se buscan
se encuentran
y se pierden
buscando la salida del primer beso.









Otra vez.

I

Te he desamordazado
y ahora cortas mi garganta.
Negra sangre
se pudre
apesta,
nada brota, nada queda,
solamente la simpleza de tu solitaria mordaza
ensalivada,
desterrada.
Mi garganta abierta se torna en gangrena,
cansa
causa
cáncer
sierra
abre,
cierra la puerta
abre las piernas, los labios, las venas.
cansas
causas
cáncer, leo, virgo…
aprieta
los dientes
amante insipiente,
vulgar falacia
la felación la conoces de condimento
bien sabes
saboreas
salas la sangre
después lloras
te atreves
te atravieso
otra vez.

II

Gritas ahogada
escupes mi aliento
oxido verdoso
hierro sanguíneo
sigues odiando
siempre odias
desprecias
deprecias
depresión
extirpas raíces
exhortas herrumbe
del cobre que te cubre cobra
intoxicas
infectas
oxidas broncíneas lanzas
me lanzas
me sangras
otra vez.

III

Y  caigo
vierto el vientre en tu ombligo
y te obligo a que me beses
y reces conmigo
sin mordazas ni suturas
solo lamiendo la dulzura mineral del sudor enrojecido
lamiendo con manos
lentamente
lento
quedo
quedo invalido ante tu valía
valioso ante
valgo nada
valgo madres
por que te vistes
te veo
te vas
otra vez.