miércoles, 30 de octubre de 2013

La Pérdida.

1

Parece  que, en particular, el verbo perder acierta un significado demasiado amplio, y este es aplicable a diferentes circunstancias. Dejar de tener, o no hallar, uno, la cosa que poseía sea por culpa o descuido del poseedor, o por contingencia o desgracia. Desperdiciar, disipar o malgastar una cosa. No conseguir lo que se espera, desea o ama. Ocasionar un daño a las cosas, desmejorándolas o desluciéndolas. Padecer un daño, ruina o disminución en lo material, inmaterial o espiritual. Decaer uno del concepto, crédito o situación en que se estaba. Errar uno el camino o rumbo que llevaba. Conturbarse o arrebatarse sumamente por un accidente, sobresalto o pasión, de modo que no se puede dar razón de sí.
La pérdida deja secuelas espectrales, como los miembros amputados que aun causan comezón y dolor a quienes sufrieron la pérdida de una de sus extremidades. Comezón angustiosa; dolor insomne que no se alivia con tacto alguno, pues no hay nada más que tocar sino el fantasma del vacío. Un dolor dentro de lo incompleto del ser mutilado. El dolor que no existe, pero que duele. El tacto muerto que sólo registra pena, pues las caricias son omitidas a él. Ni calor ni frío. 

2

Armando esperaba que el café se calentara mientras escuchaba el sonido sigiloso del televisor al que no ponía atención. Para él era una forma de no sentirse solo en casa; si al menos escuchaba la voz melodiosa del conductor de novedades o del actor mal entrenado podía sentirse acompañado. Hacia más de tres años que su hermana vivía en otra ciudad y sus padres habían decidido pasar su jubilación cerca de la playa, atendiendo un pequeño restaurante: el más grande sueño que habían construido los viejos desde que se casaron hacía más de cuatro décadas. Pero Armando odiaba el  cambio; decidió quedarse en la misma casa donde había pasado los últimos quince años de su vida. Para qué moverse, le decía a todos sus conocidos, si aquí ya hice mi vida y todo lo que conozco está en esta ciudad. El confortable estado nómada era una ventaja para él, quien sólo dedicaba tiempo a trabajar de manera irregular, apenas cubriendo sus gastos con los empleos eventuales que conseguía; como ventaja tenia esa linda casa amueblada y decorada que le dejaron sus padres, como a sabiendas de la poca prosperidad del retoño. Y a pesar de su poca actividad laboral y su inexistente opulencia económica se daba el lujo de salir todos los viernes y sábados al bar que frecuentaba desde que iba a la universidad, pasando ahí horas casi infinitas con sus amigos de siempre o con cualquier desconocido con el que pudiera charlar; por la madrugada, de regreso a su casa, esperaba a que la borrachera le hiciera conciliar el sueño. El café estaba listo; lamentó haberse terminado el último cigarrillo antes de sentarse a ver la programación, a la que juzgaba de absurda, pero a la que no podía dejar de ver. De pronto, como un catalizador que al contacto con el agente adecuado hace una reacción exorbitante, la trama de la tragicomedia (una con adolescentes idílicos) puesta en marcha por el canal de televisión removió en Armando aquel sentimiento por el cual jamás lograba sentirse tranquilo; como una catarata cayeron, sobre sí, un sin fin de imágenes, olores, sonidos y recuerdos a los que apelaba su mente cada que una situación de estas asomaba por su vida. Armando no podía evitar proyectarse en las tramas  para adolescentes. Comenzó a recordar las interminables pláticas con Diana en el café de estilo francés donde pasaban las tardes del domingo, las sonatas de Beethoven cuando se recostaban amorosos en la recámara, los besos tibios con sabor a cigarro y hierbabuena; el olor a sudor mezclado con perfume de flores; recordó, de pronto, la vez que a hurtadillas entró por su ventana en la madrugada y salió antes que despertaran en la casa; las cartas, las caminatas casi eternas en el parquecito, la soda italiana y las cervezas importadas; el viaje a las ruinas y las discusiones; Chopin y los ojos de Modigliani. Pero sobre todo, Armando recordaba la cara simétrica de Diana y los hoyuelos que se formaban en sus carrillos cada que sonreía. Apagó el televisor y salió por una cajetilla de cigarros y, tal vez, una botella de  ron; debía encontrar la forma de conciliar el sueño esa noche, que se vaticinaba de interminable. Era muy común que Diana se le presentase entre pesadillas, si es que puede llamarse pesadillas a esos sueños llenos de angustia y sudor frío; se acercaba, ella, siempre caminando hacia Armando sin decir nada, sigilosa como una leona acechando a una gacela impávida; Diana acercándose al temeroso Armando, que la veía esfumarse en cuanto cobraba el valor suficiente para enfrentársele. Diana siempre brumosa y camaleónica en las fantasías oníricas de Armando; siempre con distinto cabello, a veces lacio y a veces rizado; rubio, negro, rojo o castaño. Inclusive el rostro  cambiaba constantemente, pero Armando la reconocía a pesar de los disfraces que le construyera su mente. Entonces: el espasmo repentino y el saberse despierto otra vez a las dos de la mañana; el ron no sirvió de mucho, hace frío y sus pies están helados a pesar de las calcetas. Cierra los ojos y trata de poner la mente en blanco; no funciona. Hay veces que Laura es testigo de estos espasmos nocturnos que le acontecen a Armando, pero siempre finge no oírlos; está cansada de tener que preguntar sin obtener respuesta o escuchar despierta aquel nombre que tanto le disgusta. Qué te pasa Armando, estás bien. Sí, estoy bien, duérmete. Cómo quieres que me duerma si ya me despertaste. Pues sólo duérmete carajo. Abrázame Armando. No, sabes que me acalora dormir abrazado. Pero Armando se la pasa con frío. No le gusta dormir abrazado con nadie desde que perdió a Diana. No es que le disguste dormir con Laura o que no la desee, al contrario, suele hacerle el amor con infatigable entusiasmo; le gusta la forma en la que ella mueve las caderas y como le indica que ha quedado satisfecha. El problema radica en su total desapego a Laura después de amarla; el olor que ella despide, la forma que toma su rostro; las ganas de apartarla de su lado y decirle que pensó en Diana justo en el momento de terminar dentro de ella.
El resto del día suele verla con ternura, encuentra dentro de sí un cariño muy afable y se acerca para abrazarla y decirle: Te amo Laura. Yo también te amo Armando. Y entonces pasan el resto del día trabajando cada quien en sus propios asuntos, una comida por la tarde y una noche de cine tal vez, o de café con los amigos. Cuánto llevan juntos, se ve que se quieren mucho; ay, que envidia me dan. De regreso a la casa, para hacer el amor y sufrir lo mismo; Laura lo acepta en silencio, pues tiene todo el día para saberse amada, pero esa es la razón por la que Armando decide muchas veces no invitarla a quedarse. Estoy cansado cariño o tengo mucho trabajo que entregar para mañana; es como un acuerdo tácito; entonces Laura busca compañía en su soledad o en las sábanas de Franco, a quien le gusta ver sufrir de la misma forma en que Armando la hace sufrir a ella. Dejar de tener, o no hallar, uno la cosa que poseía sea por culpa o descuido del poseedor, o por contingencia o desgracia. No conseguir lo que se espera, desea o ama.

3

La memoria de un individuo no es un torrente constante de recuerdos y datos que se desbordan infinitamente porque sería imposible mantener la cordura durante la vida cotidiana. El cerebro suele escoger la información y los recuerdos más importantes, hace una selección de las cosas que interesan y son fundamentales para el individuo y, guarda todo lo demás en un rincón para ser usado cuando sea el momento oportuno o necesario; en muchos casos esta información se pierde para siempre al no considerarse trascendente. Sin embargo, la mayoría de las veces, en la mente de una persona quedan estacionados recuerdos que no son fundamentales ni necesarios, pero que, por alguna conturbación obsesiva, están en la primera línea. Es así como la vida de un individuo pasa a ser sólo esos momentos estacionados y se ignora todo lo demás, como si se leyeran únicamente ciertos fragmentos de un libro miles de veces, o como si del mismo libro se quisieran encontrar los mismos fragmentos releídos y se ignorara todo el contenido en una búsqueda constante de reencontrase con lo deseado. Es, entonces, una vida fragmentada en pedazos inconexos que no dicen nada por sí mismos y al tratar de juntarlos sólo traducen una parcialidad sin sentido aparente. En muchos casos es peor; suele suceder que la vida se vivió sólo en estos pequeños episodios y se ha tirado a la basura todo lo demás.

4

Laura cocina champiñones con crema; es la mejor receta que conoce y la favorita de Armando. Es un domingo sin pendientes y sin trabajo inconcluso, ella puede olvidarse  del restirador, los pinceles; de la cámara y la computadora. La casa de Armando le parece bonita, podría vivir aquí toda su vida si no fuera porque ciertos eventos no resueltos truncan sus planes futuros; pero hoy es el día en que deben arreglarse, decir lo indecible. Ella cocina en silencio, sin prestar atención a las porciones de mantequilla o al tamaño de los trozos de queso. Está fastidiada de los orgasmos insípidos y sin ternura, de las noches de espasmos y del maldito acuerdo tácito que firmó (realmente no firmó nada) el día que Armando le habló en aquel bar. Parecía tan tierno a sus ojos, con el cabello ligeramente despeinado y la voz levemente entorpecida. Hola, ¿te puedo invitar un trago?; el muy torpe intenta coquetear conmigo; no gracias, sin embargo, es muy lindo, con ese aire melancólico en sus ojos. Laura no podía creer como todos sus esfuerzos universitarios y todos sus proyectos de vida habían terminado en un sartén caliente donde se quema la mantequilla. Armando se convirtió de pronto en el eje de rotación y traslación, el proyecto de vida; poco importaba el fracaso financiero y laboral de su hombre; sólo era un buen muchacho, se decía a sí misma, con un poco de mala suerte y un con un fantasma muy molesto que hay que exorcizar; y ella era, según ella, quien lo rescataría: la que sacaría a ese maldito fantasma de su vida de una vez por todas. Pero, tal vez era mejor enseñarle la carta y mandarlo al demonio, pensó, a él y a su espectro. Parece tan difícil cuando la embestida está tan cerca; sin embargo, llegó el momento, se dice Laura. Errar uno el camino o rumbo que llevaba. Desperdiciar, disipar o malgastar una cosa.
-¿Ya está lista la comida?
-Si, siéntate- Laura se mantiene serena, tratando de encontrar el modo de abordar el tema. Armando parece de pronto, a sus ojos, tan simplón y común, que se sujeta a la silla para contener el deseo de llorar de vergüenza.
-Estuve ayer con Franco- dice Laura con seriedad.
-¿En serio? ¿Y qué te cuenta?
Laura tiene ganas de contarle que Franco le hizo el amor anoche y él rogó para que ella se quedara a su lado; tiene ganas de decirle que casi acepta.-Nada, ya sabes, lo de siempre. Trabaja mucho y comienza a irle bien en el pequeño despacho que abrió con unos amigos.
-Fíjate que lo he notado raro desde hace unas semanas. No sé, creo que tiene algo contra mi.-Armando trata de hacer caso omiso a los comentarios acerca de la prosperidad laboral y financiera de su amigo. Odia que Laura compare las situaciones.
-¿En serio? No lo he notado raro, lo veo como siempre. Cada vez es más prospero y me da gusto por él.- Laura tiene ganas de contarle que comienza a descubrir que Franco le interesa (realmente no, pero le gusta pensar eso), quiere pedirle que se acerque y huela el perfume de su amigo entre sus senos. Muéstrale la carta, se dice Laura, pero el miedo al cambio parece más fuerte (realmente no, pero le gusta pensar eso). ¿Es mejor enfrentar al fantasma? “Sí, y es una afirmación de concreto” se dice. Otra vez se siente como una tonta.
-Armando, quiero hablar contigo. Mira, desde hace mucho he tratado de no ser posesiva o castrante, pero me he dado cuenta de muchas cosas y la verdad… no sé ni como empezar.
-¿De qué hablas?- Armando lo sabe; ella quiere terminar con el silencio incomodo de los días juntos, con al acuerdo tácito. Lo sabe porque conoce su propia culpa, porque tal vez dijo el nombre de Diana mientras se amaban o porque ya está harta de tantas noches sin abrazos. Laura quiere ponerle fin a la comodidad del no decir mucho, de las tardes de comida y café con amigos; las noches de cine y los encuentros amorosos donde Armando evoca a Diana. Comienza  a sentir miedo; Armando cree que tiene que cambiar el rumbo de la conversación antes de que inicie.
-Debemos hablar de Diana.-dice Laura.
-¿Qué tiene que ver Diana en estos momentos?- Maldita sea, se dice, sabía que esto pasaría. (Sí… Finge molestia, desvía la conversación, salte por la tangente).
-No lo sé, pero creo que tenemos que hablar de ella. Y tú sabes por qué tenemos que hablar de ella.- Laura tiene la voz cortada, pero trata de mostrar fortaleza. Armando es tan feo en estos momentos, piensa ella. Es un imbécil, se dice a sí misma.
-Olvida a Diana, pareces loca. ¿Qué tiene que ver?- Armando mueve los hombros y las manos nerviosamente delatando su culpabilidad.
-Tú eres el que parece loco. Crees qué no me doy cuenta de las cosas, pero se muy bien que todavía piensas en esa tal Diana.- Laura, en un gesto despectivo, hace un intento inhumano por contener el llanto. Sabe que está rebajando su dignidad y su orgullo propio, pero no le importa humillarse, porque en el fondo no desea perder a Armando y hará lo posible por mantenerlo. Se ha humillado tanto que no le importa; un poco más (y a lo mejor nos entendemos luego…).
- Deja de hablar de eso, sabes bien que no me gusta hablar de la gente muerta, es muy desagradable.- Los champiñones están comenzando a enfriarse; el sabor de la comida es como el de la arena en el paladar de Armando, el pan de avena sabe a ladrillos; Laura es una estúpida, piensa Armando, mientras desvía la mirada de los ojos inquisidores color café de la muchacha sentada frente a él. Todo esto parece un drama sacado de una novela barata, se dice Armando mientras piensa en la forma de no quitarle las ganas de tener sexo más tarde. Cómo desviar éste momento tan incómodo, si es que se puede llamar incómodo a un momento así. No basta decirle que hablar de los muertos es de muy mala educación. ¿Será posible insinuarle cualquier ensoñación erótica que la saque de ese trance estúpido? No.
-Laura, por favor, no sé a donde piensas llegar con todo esto. Mira, he estado pensando en muchas cosas, cambios que quiero hacer… acerca de Diana… -Laura desvía los ojos hacia el techo, aceptará cualquier oferta, es mala negociando las cosas; tiene ganas de arrojarle el plato a la cara y salir para no regresar jamás, pero es algo que no puede hacer. En la noche hacen el amor y esta vez Armando abraza a Laura; le hace notar que necesita de ella y ella se aferra. Vuelven los dos a la misma mentira, con la diferencia de que los abrazos duran toda la noche. Por la mañana le cuenta de la carta que recibió de la Ciudad de México; la han aceptado para que comience su maestría allá. Armando toma café sin inmutarse. No quiero que te vayas, es la respuesta. Laura acepta quedarse a vivir en su casa, aun sabiendo que no es lo que más le conviene, pero lo que conviene no siempre es lo que se desea. Conturbarse o arrebatarse sumamente por un accidente, sobresalto o pasión, de modo que no se puede dar razón de sí.

5

Mucha gente dedicada al estudio de la física plantea que vivimos en el pasado. El cielo nocturno, por ejemplo, es una enorme fotografía que nos dice como se veían las estrellas hace miles de años. Lo que vemos no es el presente sino un pasado más que caduco. Pero no es necesario ver este hecho para dar cuenta de que vivimos en un pretérito constante. El sonido viaja a una velocidad lenta en comparación con la luz, pero lo que nos llega a los oídos ha ocurrido, al menos, unas centésimas de segundo antes de que nuestro sentido lo perciba, y las milésimas de segundo que tarda nuestro cerebro en procesar el fenómeno hace que sea un hecho pretérito en la realidad, aun cuando pensamos que está ocurriendo en el presente. Un pianista vive su interpretación de Beethoven en un tiempo totalmente yuxtapuesto; cuando su mente comienza a descifrar la partitura y esta lectura pasa a las manos ya está en el pasado, sin contar las milésimas de segundo que tarda el cerebro en configurar el sonido en notas musicales; sin hablar también del tiempo que tarda en ser recibido por la audiencia (sobre todo si se trata de una grabación). Así mismo pasa con todos los fenómenos de la realidad física: nuestro sistema nervioso tarda milésimas de segundo en procesarlos. Y si el tiempo es relativo y la misma importancia tienen los fenómenos del universo, entonces tiene la misma valencia la enorme fotografía del cielo nocturno y una interpretación de Beethoven para dar cuenta de que se vive en el pasado. Vivimos, pues, en una realidad inmersa en un pretérito constante. El presente no existe, pues no vivimos en él.

6

Armando ha encontrado en Laura un amor tangible, una isla donde encuentra el refugio que su alma nómada necesita. Comparte con ella todos sus sueños futuros, sus más grandes anhelos; la música de Beethoven y las caminatas nocturnas por el parque. Se siente feliz por las mañanas al despertar a su lado. Diana sigue espantándolo por las noches, pero Laura es ahora un consuelo y una protección contra los fantasmas; una isla en medio del mar. Ya no vive en el pasado (según él). Prepara el café para Laura a las siete, muy temprano; la ve en silencio mientras ella se pone el traje sastre y parte a toda prisa para llegar a tiempo al trabajo; Laura se ve tan bien (piensa él), en su traje sastre color gris y su pañoleta elegantemente amarrada al cuello. Armando ha descubierto que el cuerpo desnudo de su mujer es casi perfecto, que su cabello castaño y  ondulado le enmarca bellamente el rostro de porcelana. Laura bebe el café a prisa, toma la cámara fotográfica y se despide; él se queda cómodo a disfrutar de la holgazanería; no hay prisa en terminar sus pendientes. Vuelve a dormir y se despierta hasta el medio día, prepara el almuerzo y espera a que Laura regrese a casa a las tres. Entonces tienen  el resto del día para pasarlo juntos y sentirse en casa. Los sábados van con los amigos al café o al cine y los domingos pasean por el parque y se acuestan en la hierba; pero últimamente se aburren uno del otro. El café a las siete temprano y la rutina se repite, salvo que por las noches es menos frecuente que se amen. A Laura se le ha hecho costumbre preguntarse por qué no se fue a la Ciudad de México y si será posible que le den otra oportunidad después de dos años. Al parecer era mejor idea haber arrojado el plato de champiñones; de hecho, era mejor idea ni siquiera cocinarlos y haberse largado sin decir nada. En la noche recibe a Armando, pero ésta vez no mueve las caderas ni le hace ver que está satisfecha (realmente no lo está); Armando se queda dormido muy sonriente después de terminar. Ella es, ahora, quien vive en el pasado, en los días en los que su rencor era mudo. Su mente se ha estacionado en las noches de fantasmas y orgasmos insípidos, en los días del ruego y la angustia, salvo que esta vez el rencor ya no está dispuesto a quedar mudo y exige manifestarse. Comienza a extrañar a Franco y el sábado busca un pretexto para pasar la tarde con él. Es fácil recibir placer cuando se lleva tiempo sin tenerlo. Además, Franco le parece atractivo por su porte tan viril, a pesar su carácter pusilánime. Quédate conmigo Laura, he esperado tanto tiempo para saber que me amas. Estaba equivocada Franco, me he dado cuenta de lo que siento por ti  (Sí, se llama lástima). Laura no ama al pobre infeliz, pero al menos le parece alguien más fácil de abandonar, sobre todo porque decidió no regresar a casa. En la noche Armando la espera y la llama desesperado; ella no contesta. Buzón de voz, la llamada será… No la verá los próximos años salvo por esporádicas coincidencias y reuniones, sin embargo, no está afligido porque Diana regresa esa noche en forma de sueño plácido. Ha decidido buscar a su fantasma, al cadáver que le ruega desde la ultratumba para que se encuentre con ella. Armando sabe ahora lo que tiene que hacer. Dejar de tener, o no hallar, uno la cosa que poseía sea por culpa o descuido del poseedor, o por contingencia o desgracia. Desperdiciar, disipar o malgastar una cosa.

7

Frente a la lápida con el nombre de Diana (…), Armando se pregunta si es necesario cavar. Ver un cuerpo putrefacto, a su juicio, no es precisamente lo que se llamaría un reencuentro entre dos personas que se aman, pero no importa, la decisión ya está tomada y sería un desperdicio y una ridiculez el haber llevado la pala a tan altas horas de la madrugada. Tras cuarenta minutos de cavar constantemente se encuentra con el sonido hueco de la madera enmohecida; ha llegado la hora de enfrentarse con la verdad; con el trabajo de los gusanos y la naturaleza vil de la muerte; con la carne verde, los huesos expuestos y el vestido impregnado de materia purulenta. Armando titubea al abrir el sarcófago, que suelta un chirrido igual al de un gato mientras lo atropellan. Sus ojos no pueden creer lo que ven: Diana parece dormida; impoluta ante los embates de la fría parca, quien la arrebató inmisericorde de los brazos de Armando hace tantos años. Es natural que pegue un alarido después de ver que su amado cadáver abre los ojos y le saluda, pero por extraño que le parezca, él esperaba eso; sabía que ella realmente no estaba muerta y sólo dormía desde hacía tanto en aquel sepulcro.
-Sabía que vendrías Armando. Tardaste mucho pero sabía que vendrías.
-Perdóname Diana, pero estuve ocupado, ya sabes, el trabajo y esas cosas.
-Ayúdame a salir, es que me duele todo el cuerpo.
El olor de Diana es muy peculiar para Armando, parece que cambió de perfume en el más allá y sus gustos son, ahora, más a tierra y madera que a las fragancias florales acostumbradas. Sin embargo es natural y agradable, como el aroma de una vieja barrica de roble en una cava. El cabello de Diana sigue largo, lacio y negro como la crin de un caballo andaluz; brillante ante las apenas perceptibles luminosidades de la noche, que dan al color negro un toque de azul ultramar. El vestido blanco ha tomado un color amarillento, pero no deja de tener buen gusto. Armando trata de encontrar algún defecto o rasgo mortuorio en el rostro pálido de Diana, pero no lo halla, luce exactamente como hacía años y como la había visto en sus sueños enfermizos.
-Te ves más grande Armando, ¿cuanto tiempo ha pasado?
-No lo sé, creo que una eternidad.
-Cuéntame todo lo que ha pasado desde entonces, por favor.- Después de un beso apacible y seco (dicen que son muy secos los besos de los muertos), ambos jóvenes se sentaron en la cripta más cómoda que encontraron y comenzaron a charlar. Armando le cuenta del retiro de sus padres en la playa y de que eso lo ha dejado como el propietario de la casa bonita y grande que tanto le gustaba a Diana; le habla de su hermana, la mujer que más la odia, y que ahora reside en Guadalajara; al parecer le va estupendamente. Le cuenta acerca de sus trabajos esporádicos con algunos arquitectos, quienes no le han dado oportunidades, debido, en parte, a ese mal carácter que le ha caracterizado. Diana  ríe tímidamente, y asienta con la cabeza, a sabiendas del mal genio de Armando. No le habla de Laura porque sabe que sus acciones terrenales producirán un efecto poco deseado, sobre todo, y tomando en cuenta, que Diana ha permanecido carnalmente fiel a él en el sepulcro. Diana, sin embargo, le cuenta que las pocas veces que ha tratado de comunicarse con el mundo es a través de los sueños que recurrentemente le agobian; le confiesa que tantos cambios de imagen en los pasajes oníricos del joven no han sido otra cosa que una especie de capricho natural de mujer por verse diferente, obviamente, producto de la vanidad insaciable en la mujer y la posibilidad infinita que ofrece el mundo de los sueños. Es una charla simple, superficial; con risas y silencios incómodos.
-Ya va a salir el sol, debo volver a dormir Armando.
-¿Te volveré a ver?
-Puedes regresar cuando desees.
No hay mucho tiempo, así que debe sepultarla de nuevo y salir antes de que alguien note su presencia.

8

Laura busca sus píldoras para dormir. El insomnio puede ser una compañía muy molesta, sobre todo cuando se duerme en soledad; no es demasiado tarde, apenas cae la medianoche. Hace un mes que renta un lindo departamento en el centro de la ciudad y todo marcha a la perfección, salvo por el olor a orines de gato en la sotehuela, producto de la mascota de su vecina: una mujer que tiene la poco considerada idea de dejar merodear al gato en las noches. Cómo odia Laura a ese animal, nunca la deja dormir. Pero que mejor manera de reconciliarse con el sueño que trabajar, sobretodo cuando las píldoras son un fraude. Enciende el monitor y revisa los planos del ingeniero Márquez, ¡maldito cerdo!, piensa Laura, mientras recuerda la manera tan réproba en la que él la mira; casi puede sentir la mirada de Márquez dirigiéndose a ella cuando se da la vuelta. El infame nunca aparta los ojos de las nalgas redondas de la muchacha.
Laura estira las piernas y acaricia, con repulsión, la protuberancia de las várices que comienzan a dibujarse tras sus rodillas; maldice nuevamente apretando los dientes. Cierra el archivo de los planos, sabe que eso no la hará dormir y mejor revisa las fotos de sus vacaciones; las últimas que tuvo hace años. Se ve tan bien en los pixeles; fresca, delgada y sonriente, como a sabiendas que esa vida placentera jamás de acabaría, pero que, en realidad, se esfumó de un instante a otro. Se atormenta por el tiempo perdido con Armando; cómo fui tan estúpida, dice y se levanta para mirarse al espejo; se alza la blusa y ve que se ha perdido parte de su figura juvenil y ahora asoman los primeros vestigios de los treinta años que se acercan. No es para tanto, se dice, pero sabe que el tiempo se le agota y la juventud está escapando; las oportunidades se le presentaron y las rechazó por un deseo febril que sólo le amarga y del cual no ha encontrado una resolución placentera; ahora sólo le queda el trabajo, que, aunque es bien pagado, no es ni por asomo el plan de vida que había proyectado cuando asistía a la universidad. Se siente horrible ante su actual imagen en el espejo, se observa fea (aun sabiendo que eso no es verdad); pero la vanidad es más fuerte que la razón. Laura necesita sentirse amada y deseada; necesita que se lo digan (el poder de la palabra puede ser tan efectista) porque sus propias palabras no le bastan, ni las de ella ni las de Franco, mucho menos las de los hombres que le miran en la calle, ni las de quienes le invitan a salir. Ella necesita de las palabras de Armando para que su mundo regrese parcialmente y volver a sentirse la muchacha inmóvil del monitor. Lo apaga; cae en la cuenta de que no odia al animal ni el olor de sus orines; odia a su vecina por ser tan joven y bonita. Toma el teléfono y le marca a Armando; no contesta y su mente se vuelve un laberinto de paranoia y celos rabiosos. Quiere arrojar lejos el aparato pero decide marcarle a Franco en el último momento. Él si contesta.


9

Verdad: Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa. Propiedad que tiene una cosa de mantenerse siempre la misma, sin mutación. Juicio que no puede negarse racionalmente por fundarse en principios naturalmente conocidos.
Para Nietzche, no existe ni existirá ninguna pauta o criterio de verdad o falsedad; todo juicio es parcial y perspectivista y no existen absolutos en el saber ni en la verdad. La verdad, para Ricoeur, es un constructo de un supuesto que pueda ser plausible. Es totalmente parcial y no puede ser homogénea en todos los individuos. La Historia, por ejemplo, se basa en documentos historiográficos, crónicas y evidencias con las cuales se pueda hacer dicho constructo; los historiadores, entonces, a partir de ésta información hacen la suposición de una verdad histórica totalmente parcial y subjetiva que depende únicamente de sus intereses y necesidades. Los criterios de falsedad y verdad, en este caso, dependen de las visiones de los quienes escriben la historia. El historiador puede hacer un sin fin de conjeturas y construir una verdad supuesta en los movimientos revolucionarios de Cuba o en la vida de Napoleón; pero la realidad es otra, pues los documentos de los acontecimientos acaecidos en Cuba sólo revelan una parte de la verdad de este pueblo; y de la misma forma con la vida de Napoleón, o ¿acaso es posible hablar de todo el pueblo cubano en los años 50s a partir de un libro de historia maquilado en Cuba en los 60s?, ¿es posible saber la vida del general francés a través de una biografía hecha por franceses? Incluso un individuo dentro de sus pensamientos crea éstas redes de suposición conveniente y construye lo que para él es la verdad, aunque ésta sea parcial y discrepe de lo que los demás conocen. Un hombre siempre se estará mintiendo así mismo sin encontrar, ni siquiera, una verdad interna; ésta, al parecer, no es accesible a los hombres. Sin embargo, para Heidegger, debe recuperarse el sentido griego de a-létheia, que no es el de verdad sino el de des-cubrimiento

10

Armando se siente contrariado cuando ve bajo su puerta la invitación a la boda de Franco y Laura; pero no por el hecho de que se casaran, sino por el hecho de haber sido invitado. Será una ceremonia apresurada, consecuencia de una decisión precipitada. El sobre de la invitación es muy lindo: de papel brocado color blanco, relieves en color champagne y delicadas letras manuscritas donde aparecen las iniciales entrelazadas. Se ríe a secas mientras cierra la puerta después de entrar; toma la taza de café frío que dejó en la mañana y se sienta a abrirla. Recuerda que cuando se enteró de su compromiso casi se le escurrió por la nariz la bebida y pegó una carcajada. A Elizabeth, su hermana, eso no le pareció gracioso. Eres un imbécil Armando, cómo pudiste perder a una mujer tan talentosa y buena como Laura, en serio que no sé qué chinagaos te vio, pero te vio algo y la regaste. Hacía más de tres meses que su hermana  había regresado de Guadalajara y amenazaba con mudarse con él para ponerlo en cintura; si no fuera porque su actual esposo compró una linda casa en El Mirador cumpliría la amenaza. Mírate Armando, no jodas, me fui hace siete años para hacer cosas importantes con mi vida, trabajé, me chingué, conseguí mis objetivos y hasta me casé…  regreso, te veo y me das lástima. Tienes treinta y cuatro años y sigues viviendo como chamaco. Armando no hizo caso de las condenas de su hermana y se limitó a terminar su comida en la espera de que el sermón terminara y pudieran pasar el resto del día de forma agradable. Laura era la mejor amiga de Elizabeth y era lógico que ella la tuviese en tan alta estima. Me da gusto por los dos, dijo Armando. Son el uno para el otro, además, Franco siempre fue un pobre infeliz que estuvo tras de ti y luego tras de Laura desde hace años, se merecía algo. Elizabeth se rió apretando los labios y fingiendo estar molesta. Armando tiene poco pendiente en las cosas que haga Laura pues desde que se reencontró con Diana su vida está, al menos para él, de maravilla. Todas las noches (o al menos muy a menudo) va a visitarla al cementerio y repite el esfuerzo con la pala para despertarla y pasar horas junto al hermoso cadáver por el que siente el amor más grande que se pudiese imaginar. Armando no necesita de otra mujer pues ha encontrado a su alma gemela y, a diferencia de las demás mujeres, Diana tiene la peculiaridad de no envejecer y verse hermosa a pesar de todos los años que han pasado; sigue viéndose como una jovencita frágil con la piel de porcelana, además, Diana lo escucha atentamente y se fascina con todas las buenas nuevas del exterior al que no puede regresar, y Armando se siente agradecido de esa fascinación. Cómo me gustaría llegar a al boda de Laura con Diana del brazo, se dice Armando, mientras lee la invitación y da un sorbo al café frío. Sin embargo, en el fondo sabe que sí  quiere a Laura, pero nunca supo expresárselo y tal vez si no hubiere sido por el recuerdo de Diana, él sería ahora con quien Laura compartiría su vida. En su corazón Armando sabe que eso siempre pudo ser lo mejor, pero no podía mentirse, mucho menos ahora que ha regresado su alma gemela.
La ceremonia es sencilla pero elegante, muy al estilo de lo que le gusta a Laura, pues escogió una iglesia moderna y ella misma supervisó que los arreglos estilo minimalista dieran ese toque tan de “ella”. Armando odia esas visiones estéticas, sobre todo en una ceremonia religiosa. Es una boda por Dios, musita entre dientes desde la última fila; Armando preferiría casarse con Diana de forma tradicional pues considera que no se debe denostar la profesión bajo cualquier pretexto. Tiene que morderse el labio para contener cualquier sonido que emita su boca ahora que Laura entra por la puerta principal con un vestido que encaja perfectamente con el resto de la decoración, no obstante, no puede evitar sentir celos al ver a su antigua amante tan hermosa y radiante  con el estilo posmodernista del ajuar. La burla es el último recurso del cobarde y del celoso. Mientras todos lanzan arroz a la feliz pareja, que sale corriendo rumbo a su vehículo, Armando no puede hacer otra cosa que esconderse; lo ha hecho desde que llegó al templo y lo que planea hacer el resto de la fiesta a pesar de que la mesa donde estará con su hermana y cuñado dista muy poco de la mesa de los novios. Si no fuera por las miradas inquisidoras de Elizabeth, Armando no hubiese ido a la fiesta. Se disculparía por algún dolor de estómago, pero haciendo constar que asistió a una hermosa ceremonia. No obstante va; un poco de alcohol gratis nuca cae mal a nadie. El baile, después de la insufrible comida, es un perfecto pretexto para esconderse en otra mesa y embriagar a gusto. Lo que más le extraña a Armando es la indiferencia (que casi raya en el desprecio) con la que lo ha tratado Laura; no ha dirigido su vista hacia él y, contrario a lo que pensó, parece muy feliz con Franco. De alguna manera creyó que la boda tan repentina era un acto de  despecho y que bastaría que Laura y él encontrasen las miradas para que ella dudara, pero no. Laura se ve feliz junto a su esposo y ríe de una manera tan franca y sincera que enferma a Armando; ahora que recuerda no la ha visto así nunca. Mientras el licor va relajando sus pensamientos, él se siente cada vez más estúpido (y no por el licor): en primera, por reírse en el momento en que se enteró del compromiso, de mostrar desprecio cuando recibió la invitación y esconderse durante la ceremonia y la fiesta; entre más alcohol ingiere, mayor es esa sensación, sobre todo al darse cuenta que de los años con Laura apenas  conserva recuerdos y esos días parecen muy lejanos, tanto como un sueño. Nota enseguida que fue Franco quien lo invitó; sí, Franco debía reforzar su triunfo al invitarlo y que sea testigo de su victoria. Los celos lo agobian. Armando comprende, al ver bailar a Laura en todo su esplendor y belleza, que la perdió para siempre el día que ella no regresó a casa, hacía ya muchos años.
-¡Armando! Eres un grosero, por qué no me has felicitado.
-¡Franco!-Armando hace un esfuerzo por no arrastrar las palabras.- No he… tenido la oportunidad.
-Tantos años sin vernos… imagínate, desde que eran novios  Laura y tú… y ya ves…
-Sí (y mis sospechas son ciertas), es cierto, pues… felicidades…
-Sabes Armando…- le dice el amigo mientras se abrazan- no creas que Laura no desea verte o hablar contigo, pero está, ya sabes… viendo a los invitados.
 -Si, y  tú eres un hijo de puta… qué te crees para quitarme a mi mujer.
-¿Qué? Estás tomado Armando…- un silencio incómodo seguido de la catástrofe- Vete a tú casa, no sabes lo que dices.
El regalo de bodas de Armando es un escándalo alcohólico con un par de jalones y mentadas de madre. La cereza en el pastel es vomitar sobre una mesa y salpicar a algunos invitados. Elizabeth, con toda la vergüenza y la ira del mundo en su semblante, trata de recoger a su hermano del suelo. Armando apenas escucha las únicas palabras que le dirigirá Laura en el día: Saquen a ese hijo de puta de mi fiesta, no lo quiero volver a ver… ¡Carajo, quién lo invitó!
A Pedro, el esposo de Elizabeth, le toca llevar a Armando a su casa, no sin que ella antes le diga a su vomitado hermano: Ellos van a ser felices y esto será un triste recuerdo cabrón. Elizabeth y Laura se abrazan y lamentan el actual estado de Armando, que al parecer suele hacer eso casi todo el tiempo. Ambas lo conocen bien. Pedro, quien es casi un desconocido para Armando, lo deja en la entrada de su casa y le recomienda amablemente que se duerma.
-Tú también, chingas a tu madre.- El auto simplemente se aleja.
 Dejar de tener, o no hallar, uno la cosa que poseía sea por culpa o descuido del poseedor, o por contingencia o desgracia.

11

Armando va a buscar a Diana y ella lo abraza fuertemente; él se siente tan necesitado y paternal cuando está junto a ella, debido en gran parte a que él se ve mayor y Diana conserva su juventud intacta. Esto hace que Armando se sienta un protector, un hombre fuerte que cuida a su frágil mujercita, sobre todo cuando ella se entrega tan sutilmente entre las lápidas. Diana no es una amante experta, es tímida y delicada; casi todo le sorprende, sin embargo, es receptiva y le agradece dulcemente a Armando cuando él le proporciona placer. La mayor parte del tiempo Diana se resiste a ser amada y a Armando le toma tiempo convencerla; pero hay ocasiones en que ella es quien toma la iniciativa desde el principio y no actúa tímidamente, al contrario, es audaz e imaginativa, buscando nuevas formas de sentir deleite; él agradece cuando Diana se comporta así, abriendo las piernas deliciosamente y mostrando ansiosa los dientes y la lengua, retorciéndose gozosa y plena como gata. Sin embargo, casi siempre, Diana se presenta más como una princesa frágil y dolorosa a la que hay que amar con cuidado. Armando debe entrar casi siempre con cautela, debido a la estrechez de la jovencita; el vientre blanco y ajustado de ella se estremece con las acometidas, indicándole a su hombre que esta ofreciéndole la satisfacción adecuada. Ella responde mansamente a las indicaciones de su amante y una vez que ha quedado satisfecha espera pacientemente a que él termine dentro y de esa forma ambos reciban un placer extra. Para ellos no hay nada como el placer al natural; Diana, al estar muerta, y según ciertas leyes (no podría explicarse fehacientemente cuáles), no puede embarazarse… Ambos han encontrado una felicidad plena en todos los sentidos y tienen una relación sólida y perdurable a pesar de sus diferentes condiciones.
-Armando, me haces tan feliz. Tú y sólo tú eres a quién amaré.-Le dice Diana abrazada a su pecho.
-Diana, tú también me haces feliz, y quiero que vayas conmigo a casa. Te necesito.
-No puedo, estoy muerta; soy un cadáver y tú eres un hombre vivo. No puedo ni siquiera ver la luz del día. Estamos bien así, para qué quieres que vaya a tú casa. Además, tú familia me odia, siempre me han odiado.
-Quiero que vivas conmigo, que nos casemos… todo eso.
-Es imposible Armando. Las leyes de la vida no lo permitirían (no podría explicarse fehacientemente cuáles).
-¿Qué puedo hacer para que podamos estar juntos por siempre?
-Debes morir, pero es riesgoso, no todos nos mantenemos dormidos; hay quienes se pudren y hay quienes no pueden despertar. Si tú mueres, no sabría decirte con certeza que pasará contigo. Creo que depende de Dios.
-O de Satán…-Armando se levanta del suelo apartándose de Diana quien yace con su vestido apenas cubriéndole el cuerpo. Se ve tan hermosa y… ¡la conversación parece tan absurda!, como los diálogos de una telenovela barata.- Dime Diana, ¿qué se siente morir?
-Es como estar dormido, sólo que no despiertas nunca.
-Y tú ¿por qué despiertas, por qué tú estás viva y los años no pasan por ti?
Diana no contesta y permanece en silencio. El sol está a punto de salir y se despiden. Armando le promete nunca volver a preguntar. Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente.

12

El embarazo de Laura fue angustioso y liberador al mismo tiempo; lo primero debido a un sentimiento que la había invadido desde que se supo embarazada: Si el niño se parece a Franco no lo soportaría. No amaba a su esposo, nunca lo amó y tampoco amaba a ningún otro hombre. No se sentía, ahora, capaz de amar a otra cosa que no fuera el fruto de su vientre, pero desde que el embarazo es notorio, la angustia “nació” y se acrecentaba con preguntas que le robaban el sueño. ¿Si es varón? ¿Si saca la horrible expresión de su padre?, ¿Será un imbécil al crecer? Laura soñaba con poder ver a su hijo y criarlo, pero la sola idea de que fuera igual a su padre le asqueaba. Lo liberador fue que el embarazo le dio el pretexto ideal para no mantener relaciones sexuales con Franco. Los días en los que disfrutaban en la alcoba del departamento a escondidas se veían tan lejanos para Laura, que ni siquiera recordaba cual era el atractivo físico que encontró en él. Franco, tan extremadamente velludo… a ella eso le pareció atrevido y salvaje en la juventud, pero con el paso de los años, mostró un desagrado hacia ese deseo, sobre todo desde que él comenzó a descuidar su peso, lo cual le daba la apariencia de un enorme oso. Sí Franco había sido apuesto alguna vez, definitivamente para Laura, eso había terminado. Aun así, Laura siente un gran cariño por su esposo, pero es un amor que ella sólo puede comparar con el amor hacia un hermano; ella sabe lo mucho que Franco le ama y lo extremadamente bueno y complaciente que ha sido con ella desde el primer momento en que la conoció. Laura recuerda muy bien como prácticamente Elizabeth los presentó en un intento para librarse de él, quien la pretendía ferozmente. Pero cuando Franco conoció a Laura, su gusto por Elizabeth se esfumó casi instantáneamente. Las dos amigas sabían que era como un niño en el sentido emocional y que se enamoraría de cualquier otra mujer que le coqueteara. El destino intervino para que eso no ocurriera y Franco quedara prendido de Laura para siempre. Ella siempre se mantuvo cerca de él por ese mismo sentimiento fraternal, que terminó en un extraño deseo mezclado con necesidad de afecto. Franco pensó todo el tiempo que fue amor verdadero.
Para Laura el matrimonio fue una medida desesperada por encontrar un camino y pensó que la costumbre y la convivencia sustituirían al amor, pero no fue así, a pesar de todos los esfuerzos del hombre por complacerla y darle una vida holgada y lujosa. Franco no ha conseguido que ella lo ame como esposa y se él conforma en silencio con la insípida compañía; finalmente busca el placer en algunas otras mujeres, ya sea una empleada doméstica o una secretaria. Laura finge no saber, pues entró a otro acuerdo tácito en el que al menos está mejor librada. Ella ha jugado con la posibilidad de buscar un amante también, pero la sola idea de meter a un hombre en su vida le revuelve el estomago; en cuanto a Armando, pensar en él la avergüenza; es un sentimiento mezcla de lástima y oprobio. Alguna vez le llegó a ver en un congreso de Diseño y Arquitectura; le saludó por compromiso, Armando se veía indispuesto y arrastraba ligeramente la lengua, después de darse la mano le pidió una entrevista en el despacho de Franco para ver si lo consideraban, pero ella le recordó fulminantemente el episodio en la fiesta. Se despidieron con cortedad y Laura sintió unas ganas inmensas de llorar, pero no por Armando, ni porque lo extrañase, sino porque le recordó quién había sido ella; pensó en quién pudo haber sido y en la que era en realidad.
-¿Alethia? Que bonito nombre para una niña.- Elizabeth suena muy contenta al ver a la niña de su mejor amiga. Es una hermosa bebé de enormes ojos negros. Laura se siente aliviada de que sólo los ojos sean del padre, por lo demás es ella en su vivo retrato.
-Debemos casarla con Pedrito cuando sean mayores.- dice Elizabeth y suelta una risa casi malévola.
-Lo siento amiga, pero creo que eso de emparentar no se nos va a dar nunca; ya ves que se intentó y no se pudo.- Las dos mujeres ríen con cierto sinsabor y mantienen la sonrisa que precede a los momentos incómodos.
-¡Ay Laura, qué cosas!, tanto tiempo hemos pasado separadas pero seguimos siendo amigas.
-¿Por qué no se regresan?
-No sé. Una parte de mi quiere regresar, pero ya hice mi vida en Guadalajara y Pedro está mejor acomodado allá. Alguna vez pensamos en que yo regresara y él trabajara allá, pero ya sabes como son las pinches putas, se descuida una tantito y ya están encima del marido; y con eso de que a los cabrones les encanta la putería…No, si yo me lo tengo bien controlado al pendejo, bien sabe que me entero de una y no se la acaba.
-Me hubiera gustado ser más como tú Eli, pero siempre fui una pendeja.
-No digas eso Laurita, tú siempre fuiste de las chingonas.
-Al contrario, fui bien cobarde. Tú dejaste todo y te fuiste a perseguir tus sueños. Yo me quede como pendeja.
-Por culpa del cabrón de mi hermano. Mándalo a la chingada, ese pendejo siempre ha sido un don nadie, un  prángana. Sin dinero, sin nada.  ¿No lo has visto?
-Desde hace años…
-El cabrón se la pasa haciéndose pendejo en trabajitos y encargos; nunca tuvo ni los huevos de terminar la pinche carrera. Todavía mis papás le dejaron la casa, y está echada a perder. Lo fui a ver desde que llegué, porque le pedí que me recibiera para no pagar hotel. –Elizabeth se acomoda mejor en el sofá y respira profundamente- ¡Uy no! Vive bien mal. Le pedí que por favor cuidara de la casa que le dejaron los viejos, pero él está muy feliz por la vida y se la pasa sonriente y cantando y todo. Ponte a trabajar huevón, le dije. Me quedé una noche y al otro día me fui a un hotel.
-Le dijiste a que venias.
-Claro, le dije: mira cabrón, vine a ver a Laura porque nació su hija y la quiero conocer, y le dije también que era un pendejo que ni siquiera ha llamado para saber de Pedrito, ni de su hermana, ¡Vaya! ¡Ni siquiera le habla a su madre! Uno tiene que buscarlo. ¡Está pendejo! Y le dije: mira cabrón, lo único que tienes en el mundo es tu familia; pero es obvio que le vale madre. Creo que ya se volvió loco. Fue un pendejo por perderte, siempre se lo dije.
-Pobre Armando.-Laura no hace caso al último comentario.
Laura y Elizabeth se quedan en silencio y no vuelven a tocar el tema; quedan de verse en Guadalajara, pero esa es la última vez que se verán. Años después, Laura sabrá, por un amigo en común, que Elizabeth abandonó a Pedro a su suerte cuando él contrajo cáncer en medio de la bancarrota; ella vendió la casa y se fue a Los Ángeles con Pedrito. Pedro murió solo en una clínica. Más tarde, Laura recordaría las palabras de Elizabeth: “Lo único que tienes en el mundo es tu familia”. Elizabeth nunca supo del significado de esas palabras; ni siquiera se enteró cuando sus padres murieron y jamás ayudó a Armando a pesar de todas las veces que él le rogó por ayuda. Lo último que supo es que se casó con un norteamericano y le dieron la residencia.
Su vida con Franco trascurriría de forma normal, hasta que ella decide tomar a la niña y abandonarlo. Lo hace; siempre supo que era fácil abandonarlo, sobre todo ahora que tiene en sus brazos la razón de toda su felicidad y ya no necesita a nadie más. Para Laura comienza la vida. Años más tarde Laura tiene un extraño antojo de champiñones con crema, la receta favorita de Armando. Alethia le pregunta qué es lo que huele tan rico; la voz de su hija la hace pensar en el día en que decidió no arrojarlos a la cara del que fue su gran amor. No se arrepiente de lo que sucedió, pero ahora conoce lo que es ser feliz y lo que es una pérdida.

13

Armando espera pacientemente en una banca, cerca de la laguna del parque, a que se ponga el sol. Parece que será una noche esplendida para ver a Diana y hacerle el amor. Junto a la laguna hay un sin fin de niños jugando y volando papalotes; Armando recuerda cuando venia de niño a esta misma laguna y aun había patos y gansos correteando. Lo único que queda de los viejos tiempos son las lanchas donde los novios se pasean. Cae en la cuenta de que hace muchos años vino con Diana a dar un paseo en lancha, pero, extrañamente, no lo tiene tan presente como el día en que se recostó en la hierba, junto a Laura, en ese mismo parque. Tenía apenas veinticinco años y Laura era una muchacha inteligente, como nunca había conocido a nadie; era altiva y mostraba siempre confianza y seguridad; con su cabellera castaña y ondulada amarrada con una cinta; con sus enormes ojos color café y su nariz respingada. Laura siempre había sido la mujer que más lo amó en su vida, fue la que dejó todo por estar con él, y la que a pasar de los desprecios, siempre le mostró su incondicional cariño. Armando supo en ese momento que él siempre amó a Laura; pero fue más grande su obsesión por Diana, de quien realmente no sabía nada, salvo los años de pasión juvenil y toda una vida como el cadáver que hay que despertar en la madrugada. Armando ha pasado los últimos quince años de su vida amando a una desconocida que no puede envejecer, que está muerta y de la que no sabe nada; a la que hay que explicarle todo, a la que se queda callada cuando debería discutir; a la princesita que sufre y llora con el coito. Laura no era así. Armando comprende bien su error.
Un niño de pronto se acerca y le pide que le amarre la agujeta suelta del zapato.
-¿Qué?
-Que si me puede amarrar mi agujeta señor.- Armando enternece con la voz del niño, que apenas tendrá cuatro años. Se inclina y comienza la tarea.
-¿Vienes con tus papis amiguito? ¿Cómo te llamas?
-Me llamo Marco Antonio para servir a Dios y a Usted.
-Hola Marco, yo me llamo Armando.
-¡Mira mamá, el señor me amarró las agujetas!
Armando siente que el cielo se desploma y cae sobre sus hombros cuando ve el rostro de la madre del niño. La verdad es tan inoportuna a veces…
-Señor, disculpe al niño, espero que no le cause problemas, es que me doy a penas la vuelta y él… ¿Armando? ¿Eres tú? Si, eres Armando (…). ¿Me recuerdas? Soy Diana (…), de la escuela.
Sí. Efectivamente es Diana; es Diana con el cabello corto y pintado de rojo cobrizo, un semblante maduro y poco virginal; se le notan casi cuarenta años y las arrugas ya asoman; el cuerpo es más bien robusto y, aunque conserva una gracia sensual, es  tosco. Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa.
-Hola Diana, cómo has estado… tienes razón, creo que ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos por última vez.
-Yo creo que más de quince años. Oye, te ves muy bien, te sentó bien la madurez. ¡Qué guapo! Por ti casi no pasan los años. ¿Cómo me veo yo?
-Te ves muy bien. Radiante como siempre Diana.
-Fíjate que la otra vez recordé cuando eras mi novio ¡Ay que cosas! Y que le cuento a mi esposo de ti y de que eras bien cursi; todo porque guardé durante años el dibujo de la casa que diseñaste en arquitectura, ¿te acuerdas? La que dijiste que ibas a construir cuando nos casáramos. ¡Dios mío! Mi esposo y yo nos atacamos de risa, porque yo andaba por la vida guardando ese dibujo. También soy medio cursi. En fin, fíjate que de repente si me acordé de ti y de que eras bien dramático. Por cierto que el dibujo creo que lo tire en una mudanza, pero fue sin querer. Y tú cómo has estado, ya debes ser un arquitecto famoso.
-No, y no recordaba lo del dibujo. Es una lástima que se perdiera de esa forma. Errar uno el camino o rumbo que llevaba. Conturbarse o arrebatarse sumamente por un accidente, sobresalto o pasión, de modo que no se puede dar razón de sí.
-¿No te acuerdas? ¡Ay, eras un cursi, pero me caías muy bien! Mira, ahí viene mi esposo con la niña. Fíjate que no pensé tener hijos nunca y ya vez, una por hocicona. Pero cuéntame, estás casado, divorciado, juntado… eres gay.- Risas falsas. Para Nietzche, no existe ni existirá ninguna pauta o criterio de verdad o falsedad.
-Soy viudo.
-¡Ay mi amor! Lo siento. Perdóname, no quise ser impertinente. ¿Estás bien, puedo hacer algo por ti? Mira ahí viene mi esposo. ¿Quieres que te lo presente?
-No, debo marcharme, fue un placer volverte a ver y…
-¿Fue algo que dije? Lo siento.
-No, simplemente estoy un poco ebrio y no me gustaría que me viera así tu familia.
-Ay Armando, cuídate mucho.-Un abrazo tajante y percibir el viejo perfume de flores- Si quieres nos podemos ver un día de estos y platicar mejor. Mira yo vivo en la misma casa de siempre, donde vivían mis padres. Me fui a vivir allá, por la situación económica… Uy. Bueno, ya sabes donde encontrarme.
-Si.
Armando se da la vuelta y reflexiona; sabe que algo de todo esto ha estado mal desde el principio. No supo jamás como descifrarlo, pero siempre supo que algo estaba mal y lo está. Una comezón angustiosa; un dolor insomne, que no se alivia con tacto alguno pues no hay nada más que tocar sino el fantasma del vacío. Un dolor dentro de lo incompleto del ser mutilado. El dolor que no existe, pero que duele. No le sorprendió encontrar un lote vació donde antes había una tumba, de la misma forma como hace años no le sorprendió que el cadáver de Diana abriera los ojos. Si hubiera puesto atención a ese detalle, tal vez hubiera rescatado su vida. Pero todo está perdido.







viernes, 22 de julio de 2011

Ensayo. La heterogeneidad del beso.

Bocanada. El humo se escapa de la boca de un hombre que toma café en un establecimiento en el centro de la ciudad; parece que la boca y las partes que la componen se vuelven uno con el humo entre cada fumada de tabaco quemado. El humo y los labios, el humo y la lengua; el humo pasa por la faringe hacia los pulmones; finalmente sale expulsado y causa una oleada de placer en el sistema nervioso. El café parece cumplir el mismo objetivo, sin embargo, hay un problema, ya que nunca lograrán ser una misma cosa la boca y el humo, ni la boca y el café. ¿Es así un beso?
Para todas las culturas, el beso es la señal inequívoca de amor; es el primer contacto filial y erótico que existe entre los seres humanos. Platón dice en El Banquete que durante el discurso de Aristófanes, el sabio habló de seres con dos caras, cuatro brazos y piernas; tres sexos existían entonces: el masculino, descendiente del sol, el femenino, descendiente de la tierra y el andrógino, descendiente de la luna, que participaba en ambos. La arrogancia de estos seres provocó la ira de Zeus que, para someterlos, los dividió con su rayo, convirtiéndolos en seres incompletos y condenándolos a anhelar siempre la unión con su mitad perdida. El beso sería esta primera búsqueda de unión entre los seres incompletos que intentan volverse homogéneos con su otra mitad. 
En la realidad, para dos que se besan, esta fusión parece imposible, tan imposible como la homogeneidad del humo del tabaco con la boca. El beso es una mezcla heterogénea entre dos sustancias distintas que intentan desesperadamente juntarse.
En la extensa tradición literaria occidental, sobre todo en Latinoamérica, se ha manejado acertadamente la metáfora de los amantes como el choque del mar en los peñascos, al referirse a las turbulentas pasiones; y a las suaves caricias de las olas sobre la arena al referirse al amor plácido. Un beso puede ser comparado con un oleaje que apenas rosa la arena en un murmullo salado, sin embargo, la arena y el agua jamás logran juntarse y de igual forma los amantes que se besan; saben que este contacto es efímero y es esto lo que adolece a los poetas y lo que adolece a los receptores de la poesía: la imposibilidad de la unión permanente con el amante y es ahí es donde radica la importancia y la trascendencia del beso. Este será siempre motivo de espera impaciente y de culminación afable; de desesperación y angustia; de celos y odio; de amor y entrega, ya que en él se combinan todas las ambiciones y anhelos del ser humano. Aquel que desespera por un beso, es por que lo desea encarnizadamente y  no lo obtiene; de igual forma aquel que disfruta de él es por que sabe que lo posee de los labios amados indeterminadamente y aquel que sufre celos por él es por que lo ha perdido y es otro quien disfruta del contacto efímero de unión con el amante perdido. Ni siquiera el contacto sexual llega a producir un efecto tan emotivo como el de un simple beso, y de hecho, el contacto sexual prácticamente se nulifica ante la carencia de besos. “Un mundo nace cuando dos se besan” sentencia Octavio Paz en Piedra de sol. Y de cierta forma esta metáfora es totalmente acertada, ya que es, a partir de un beso, que los enramados sociales que construyen el mundo y el futuro se entrelazan. El mundo que nace es el mundo que se crea a partir de ese beso deseado y obtenido; inclusive la madre que besa a su hijo al nacer, le da la bienvenida y todas las expectativas deseadas a través de un beso y es el beso de la madre a su hijo ese vinculo que aun le aferra a su carne. Para Bonifaz Nuño, el beso es un desdoblamiento de elementos, pero a la vez es el todo y es la nada, es simplemente aludir al sabor señalado.


Como fruta que se disuelve
Contra el paladar sus alas

El contacto de dos bocas esta inmerso en el la totalidad de los sentidos que se elevan y de los que aun apagados se encumbran, por ello es que se cierra los ojos cuando se besa con verdadera pasión, como si en esa negrura se encontrase la luz. Sin embargo, sigue siendo heterogéneo pues no se culmina la fusión de los seres que se aman.
La negación de beso es el enclarecimento de esta dolorosa realidad, pues en ello recae el saberse agua o arena. Cuando se niega el contacto amoroso, es porque se sabe uno distinto al otro elemento, se sabe heterogéneo y esta verdad nos conduce a saber que la arena no ha de juntarse con el agua jamás. De la misma forma es el sentirse rechazado, sentirse heterogéneo con el ser que le rechaza el vinculo de unión.
Para Freud, el besar y el fumar son cosas que  remiten a la etapa oral, por consiguiente son causa de placer igualmente satisfactorias para el Ello y es por esto que el hombre sigue inmerso en si mismo, incapaz de fusionarse con el objeto deseado (el amante en este caso) por más que lo intente, imposibilitado a que sea un beso la causa de la homogenización amorosa, y es por eso que besa desesperadamente, para encontrar la salida a ese laberinto y encontrar finalmente a su otra mitad, aquella que le despojó Zeus cuando los partió con un rayo. Y lo sigue buscando sin encontrar nada, tal vez por eso es que se espera en un café, mientras a un cigarro le da una bocanada. Bocanada. Boca…. Nada.

martes, 24 de mayo de 2011

El amor de Jacinta.

I
Río Seco es una población escondida, rural y desconocida. Se halla entre la carretera que conecta un municipio con una costa. Para llegar a Río Seco uno debe tomar un camino de terracería oculto entre una espesa cortina de vegetación verde, verde; brillante a tal modo que cuando contrasta con el azul del cielo quieto, esta pareciera un monstruo que respira, se mueve y abre sus fauces tragonas hechas de árboles de plátano, mango, ciruelas y almendras. Si se va a Río Seco debe uno dejarse tragar por esta bestia de clorofila, agarrando el terraplén irregular que está teñido de rojo  y amarillo por los frutos que cayeron y se pudren impregnando el aire con un olor dulce y empalagoso.
Los mangos de esos árboles cuelgan imponentes de las ramas, amarillos y gordos como globos moteados de rojo; un rojo desvanecido como pintado por un artista, y tan encendidos que parecen ojos que te miran. El plátano crece  entre hojas oblongas, en pencas terribles que  parecen las manos verdes de la bestia. Frutas grandes que se mueven como garras cuando el viento azota.
La espesura de la tupida arboleda no deja pasar mucha luz, apenas y se cuelan unos rayitos
fulgurantes y tímidos; cuando se camina por ahí es como si se caminara bajo papel picado de feria; y las pupilas se deleitan con el verde del yuyo enramado que tiene pedacitos de luz y penumbra al mismo tiempo; con el encendido de las frutas que cuelgan y con las almendras abiertas y rojas que yacen en el cepellón, como yacen los muertos en el campo de batalla. El aire húmedo, caliente, caliente; siente uno como se pegan las ropas al cuerpo de tanto sudor y bochorno; hasta da risa que el pueblo se llame Río Seco, por que el nombre no coincide con la humedad y la vida que se respira en esa arboleda. Pero uno lo entiende cuando se llega a la barranca, junto a las primeras casas del poblado: como si se tratase del cascarón muerto de la piel de una serpiente, está lo que fue un río que bajaba desde el monte hasta la mar. Dicen que era un río muy basto; fresco, fresco y de agua tan clara que se miraban las rocas del fondo, de esas rocas de río blancas y lisa como blanquillos; también se veían  los peces tornasolados, brillantes como joyería nadando contra la corriente. Cuentan que si bajabas por la orilla del río hasta el mar, luego luego se veía como chocaba el agua dulce con el agua salada. Dos hermanos que se encuentran y se saludan.
Hasta que el río se seco así, sin más ni más, y como el agua nunca regresó, el pueblo se llamó Río Seco y todo el mundo olvidó cual era el nombre que tenia anteriormente, por que así es de fácil olvidar las cosa buenas cuando dejan de pasar. Lo que antes había sido un caudal de agua viva, se convirtió en una triste zanja al fondo de una barranca llena de basura y uno que otro esqueleto de res o mula que encontraron en aquel lugar un sepulcro.
El poblado es sencillo, pequeño, menos de doscientas casas; unas grandes de ladrillo pintadas blanco, otras pequeñas de adobe caleado con jardines cuajados de flores,  helechos y palmeras enmarcadas con tablitas en forma de cercas; hay también jacalitos y palapas humildes hechos de madera y palma seca. Las calles sin pavimentar son de tierra negra y sabia, de esa que cuando llueve, suelta un aroma salado y picante: olor de tierra mojada. Cuando el chubasco arrecia duro, se hacen graves lodazales y hay que tener cuidado al caminar si no se quiere terminar siendo un estropicio.
En el centro del pueblo hay una fuente de piedra donde se reúne un tianguis. Unos llevan animales y productos de la siembra particular; a veces no falta quien vende juguetes o radios de la ciudad, aunque no sirven de nada por que no llegan las señales. No hay doctor en el pueblo, solo un yerbatero vetusto llamado Nabor que da sobadas de tabaco y aguardiente para las fiebres y las reumas. 
Cuando alguien cumple santo, se arma una buena comilona de mondongo a la que todos están invitados; se tocan sones y coplas jocosas, rascando con enjundia las jaranas, el arpa y el violín, provocando en los asistentes una necesidad urgente de gastar las suelas sobre las tablas, al ritmo del zapateado. Pero a veces ya entrando el aguardiente de caña en los corazones, se arma una reyerta muy dura y no falta quien saca machete ante el estupor de los asistentes. Se escucha entonces el grito ahogado de las mujeres y el estrépito de los machetes que sacan chispas cuando se encuentran en curva. Casi no ha habido casos que lamentar. Casi.
Fue precisamente en este pueblo rural casi desconocido y oculto tras una arboleda monstruosa donde Jacinta vivía. Hija de un campesino; muchacha recia de caderas firmes y piernas atléticas; morena ella, de piel lustrosa y brillante como fruta madura y dulce. De rostro bonito, orgulloso, afilado y requemado como sus hombros de color bronce tostado.
Un día venia Jacinta, en medio de toda su gracia, caminando por la terracería en dirección al pueblo; andaba descalza, con su falda azul gastada y su blusa de manta sudorosa y repegada en  sus senos tibios; andaba taciturna entre las fauces del monstruo verde, transida por un pensamiento que hacía varias noches habíale quitado el sueño. Y fue justo ahí, en medio de aquel camino, que Jacinta decidió que era el momento de llevar una vida en su cuerpo, así, sin más ni más. No supo si fue por esos árboles frondosos que parecían mirarle o por la vocecilla evanescente que parecía susurrarle cosas bonitas, pero Jacinta se sintió segura de querer hacerlo: llevaría una vida creciendo en su vientre.

II
Aquella noche Jacinta no pudo dormir: Al estar acostada en la soledad de sus habitación, abrazada por el silencio absoluto de la noche donde los grillitos encuentran el momento de dar su concierto, Jacinta se encontró con los pensamientos que le asaltaron cuando paso por la arboleda; creía escuchar otra vez la voz evanescente. Se levantó de la cama; prendió el foco que colgaba del techo; dio vueltas en círculos, se destrenzó y trenzó el cabello, se corto las uñas; nada. No consiguió volver al sueño y no paraba de escuchar el sonsonete aquel que le hablaba.
Fue a la cocina a buscar un vaso de agua y ahí, sus pupilas acariciaron de soslayo el costalito donde se guardaba el frijol. Se apresuró a él y metió la mano en el interior del costal de yute, saco un puñado de semillas y dijo: “Esto es lo que necesito”.
Caminó de vuelta a su cuarto, cerró la puerta y la atrancó con un banquito; despojó entonces su joven cuerpo del camisón de manta que la cubría y se tendió en la cama. Jacinta estaba desnuda bajo la luz eléctrica del foco, en toda su juvenil belleza de  muslos generosos, pechos agraciados y vientre de pradera lampiña. Jacinta, solo vestida por su cabellera negra que se ceñía a las sábanas como una criatura lisa de obsidiana; vestida solo por sus largos cabellos y por el pubis poblado y tupido como la arboleda viviente que estaba afuera en el campo. Igual de viva, igual de húmeda.
Tomó con divina mano una de las semillas que eran tan negras como sus ojos y la posó con ternura en el ombligo, inseminando así su deseo febril: “Por fin he de llevar una vida en mi cuerpo” se dijo al tiempo que se quedó dormida fulminantemente. Cuando despertó notó enseguida que su carne había servido de banquete para los zancudos y que su plan había fracasado.
Paso la mañana la desilusionada muchacha rascándose y pensando. “¿Por qué no germinan las semillas en mi carne?” se preguntaba. Todo el día anduvo dispersa, casi flotando, como una pluma en un remolino que sopla con entusiasmo; “debo llevar una vida creciendo en mi vientre” se repetía una y otra vez en voz baja mientras la voz evanescente seguía hablándole en un extraño dialecto. Fue en la nochecita que la morenita le preguntó a su padre:
-¿Cómo se germina una semilla?
-Necesitas agua buena y tierra buena- le contestó el hombre.
Como poseída por un diablo embravecido, Jacinta fue corriendo a su cuarto, cerró la puerta y la trabó con el banquito; se desnudo y tomó otra semilla de frijol; sacó un puñado de tierra de una de las macetas donde ponía azucenas, de esas que son bellas y fragantes como milagros vivientes. Se acostó en su cama y repitió la operación de la noche anterior, pero esta vez usando la tierra negra que era el alimento de las azucenas y el agua de la noria con que las regaba. Durmió entonces. A la mañana siguiente vio los resultados de su nuevo experimento: había sido su epidermis como un nuevo manjar para mosquitos y su plan había fracasado, solo que en esta ocasión  estaba un lodazal manchándola a ella y al catre. “¡Contra!” se dijo furiosa, “Necesito una semilla que germine rapidito, rapidito”.
Haciendo caso omiso a sus obligaciones y quehaceres, la muchacha fue con el yerbatero Nabor para que le diera una nueva semilla.
-Esta germina rapidito, rapidito mi niña- le dijo el vetusto mientras sujetaba a la muchacha por la cintura.- Ponle tierra, sal y agua bendita; verás como con una frotadita tu semilla crece. Frótate suavecito, suavecito. ¡Que panza tan tiernita que tienes!
Jacinta salió del jacal indiferente a la abyecta lujuria en los ojos del réprobo. Tenía su semilla y eso era lo único que le importaba.
-¡Condenada!- gritó con los dientes apretados el anciano cuando la vio partir.
Por la noche, Jacinta se dispuso a su tarea, que ya mas que un deseo era una obsesión; otra vez su delicado cuerpo yacía desnudo en el catre, con la semilla, la sal, la tierra negra y el agua bendita en el vientre. Esperaba ella un cosquilleo en el vientre, algún dolor o algún placer; algo que le indicara que su semilla estaba germinando. Nada. Durmió entonces pero esta vez con una lagrima corriendo por sus mejillas.
Sucedieron varios amaneceres; Jacinta vagaba melancólica debajo de la arboleda monstruosa; en sus ojos prietos se podía ver esa tristeza de aquel que ha perdido algo que jamás tuvo. Su paso era lento, grave; seguía escuchando la misma voz, pero ya no le era extraña, era más bien intima y calida, como la de un amante. Entonces la vio, estaba tirada en la terracería, casi abandonada sin nada alrededor: una semilla de ciruela que gritaba su existencia solo a los oídos de Jacinta, quien, con un amor afable se inclinó para recogerla; mirándola embelesada y embriagada de pasión.
Y ahí, en medio del bosquecillo, la hermosa Jacinta se entrego a su deseo despojándose de sus prendas con tal ímpetu que parecía un venado brincando airoso sobre sus patas. Se tiró al suelo revolcándose como gata en celo; puso la tierra negra y el agua estancada de un charco en su vientre y puso también la sal que broto del suelo. Germinó casi de inmediato, rompiendo la dura cáscara de la que brotaron pequeños bracitos que se incrustaron en el ombligo, abriéndose paso, rompiendo la piel  hacia el calido interior de Jacinta. Aquello era placer, le causaba una felicidad casi infinita; sentíase invadida por algo ajeno a ella y que le hacia suya a cada milímetro que se adentraba. Era algo nuevo, excitante; una clase de amor que le era desconocido; un amor que ella correspondía y que le era correspondido a la vez.
Y como una ola que choca impetuosa contra las piedras, un espasmo que cimbró a la joven culminó aquel acto…

III
Cuando el astro divino se comienza a apagar tras el pétreo occidente, deja antes de su despedida millones de centellas encendidas en las aguas a modo de regalo póstumo. Son fuegos que flotan y se mueven con el viento marino, mientras el cielo se torna en un púrpura fúnebre que anuncia la partida. Las nubes desgarradas son parte de la lumbre en el agua y el púrpura del manto celeste.
Después, como si el infierno cayese sobre la tierra, todo se torna rojo y el sol parece una esfera opaca y agonizante. Al caer la noche, la negrura terrible del firmamento se llena de silencio que grita y se lamenta. El mar que unas horas antes era alegre y risueño, nos muestra su cara sombría: negro como el peor de los pesares y uno no puede ver más que la umbría; es en ese momento cuando le oímos rugir furioso y caemos en la cuenta de lo finito de nuestro existir.
Pero el astro siempre regresa majestuoso por el oriente, para alumbrar con su implacable luz todos los rincones de la costa y del bosque y del pueblo y la ciudad. Es entonces, en ese perpetuo nacer y renacer solar que llamamos día y noche, en que los hombres vivimos y morimos, sin esperanza de renacer como lo hace cada día el sol. Cuando nos llega el ocaso no hay forma de que busquemos otro amanecer.
Habían transcurrido varios amaneceres así desde el día que Jacinta se entrego a al éxtasis de amor en aquel bosque. De su ombligo brotaba un pequeño tallito tierno y frágil; de color verde pálido y con dos hojitas discretas que apenas se atrevían a asomarse. Era ese pequeño brote vegetal lo que tanto había ansiado Jacinta y la única razón de su existir.
Paseaba por el pueblo y por el bosque con aquel primogénito en el ombligo descubierto ante el asco de algunas personas y el gesto de ternura de otras; sus padres la veían con reproche y se portaban indiferentes ante las necesidades de su nieto.
-¡Eres una loca!- gritó la madre al enterarse del amor de Jacinta.
-¡Eres una perdida!- rugió el padre al ver al extraño vástago.
Pero a Jacinta poco le importaba, por que ella había encontrado la felicidad en aquel amor apacible; esa era la razón por la que corría como liebre juguetona y chapoteaba en la orilla de la playa para que el mar le salara los pies.
Con el paso de las semanas empezó a diluirse la alegría hasta que desapareció y en su lugar quedo un dolor agudo en las entrañas, como si un millón de agujas se incrustaran en sus tripas. El pequeño tallito era una planta grande. A Jacinta se le dificultaba hacer cualquier cosa por que el hijo que crecía en su vientre le estorbaba; decidió no salir y permanecer en la cama el mayor tiempo posible. Su madre angustiada, le procuraba los cuidados necesarios, llevándole té de flores azahar para el dolor y atendiéndola en todo lo que necesitaba. Su padre la amenazaba constantemente, diciéndole que le “arrancaría a ese bastardo”. Jacinta no lo permitiría y a pesar del dolor ella seguía siendo feliz.
Una mañana, intempestivamente, Jacinta despertó con un árbol de ciruelas en su panza. Al darse cuenta, estalló en una gritería tan fuerte que sus padres despertaron y con ellos todas las personas de los alrededores. Eran gritos ahogados motivados por el dolor, pero más por el pánico de descubrirse con semejante cosa saliéndole de las carnes a través de un boquete inmenso y desgarrado en su vientre.
Cuando su madre la vio se desmayó sin siquiera poder decir nada; su padre pegó un alarido lastimero mientras se jalaba los cabellos y abría los ojos a tal punto, que parecía que se saldrían de sus cuencas. Jacinta aullaba horrísona como una bestia herida de muerte, profiriendo blasfemias como un poseso. El hombre, determinado en ayudar a su hija, fue por el hacha que tenia guardada en la cocina y una vez en sus manos fue directo al cuarto de Jacinta con la firme intención de acabar con el árbol, hacerlo leña y salvar a Jacinta de esa suerte maldita. Con todas las fuerzas que el cuerpo le ofrecía, el padre de la muchacha arremetió con puntería justo en donde se hundía la carne con la madera. Fueron más de quince golpes los que se necesitaron para que el árbol se rindiera en un rictus de astillas y dolor. Una vez que vio librada a su hija de ese brote, se dispuso a sacarlo de la casa y en el jardín lo termino de destazar, con tal saña que parecía que descuartizaba a su peor enemigo.
Jacinta yacía inconciente en su cama, como si los nervios se le hubiesen apagado por tanto dolor; en la casa reinó el mismo silencio que habitaba en los labios de la joven y nadie habló al respecto.
A la mañana siguiente, con esa necedad que distingue a las bestias infernales en su afán de hacerse carne en cuerpos ajenos, el brote desgraciado retoñó en el mismo lugar del día anterior, pero esta vez era más frondoso, más vivo y de las ramas colgaban ciruelas rojas, tan brillantes como ojos que podían mirar. El ciruelo respiraba, se movía y casi se podía escuchar una voz desde su interior: un sonido de eco como salido de un sepulcro.
Tanto el padre como la madre se encontraban petrificados por el terror, ante la presencia de una criatura tan horripilante; ni siquiera se atrevieron a acercarse al cuerpo inconciente de Jacinta, pero algo había que hacer. Cuando el primer tajo del hacha golpeó a la criatura, esta sangró profusamente y pegó un alarido infernal que se escuchó hasta las afueras del pueblo. La bestia se había vuelto una sola con Jacinta; se alimentaba de sus tripas y las raíces estaban enredadas en el espinazo. Matar al ciruelo seria matar a Jacinta.
Fueron dos días después, cuando ocurrió todo. La madre de Jacinta entró al cuarto para limpiar y pasmada por el frío de la muerte, vio a su hija con el vientre despedazado, como si hubiera explotado una bomba. La pobre Jacinta tenía los ojos abiertos, con una mueca de dolor en su bello rostro salpicado de sangre; sus manos quedaron agarradas a la cama como dos tarántulas y sus piernas abiertas parecían las de un muñeco de trapo. Junto a la cama había un rastro de sangre, tripas; hojas y ciruelas machacadas que iban del cadáver hasta la ventana, que es por donde el monstruo salió. Jacinta fue enterrada ese mismo día; nadie comentó nada y mucho menos se quiso averiguar cual de las bestias que estaba enterrada en la arboleda, en la entrada de Río Seco, era la que creció en el vientre de Jacinta. Dicen que ya casi nadie pasa por ahí. Casi.