martes, 24 de mayo de 2011

El amor de Jacinta.

I
Río Seco es una población escondida, rural y desconocida. Se halla entre la carretera que conecta un municipio con una costa. Para llegar a Río Seco uno debe tomar un camino de terracería oculto entre una espesa cortina de vegetación verde, verde; brillante a tal modo que cuando contrasta con el azul del cielo quieto, esta pareciera un monstruo que respira, se mueve y abre sus fauces tragonas hechas de árboles de plátano, mango, ciruelas y almendras. Si se va a Río Seco debe uno dejarse tragar por esta bestia de clorofila, agarrando el terraplén irregular que está teñido de rojo  y amarillo por los frutos que cayeron y se pudren impregnando el aire con un olor dulce y empalagoso.
Los mangos de esos árboles cuelgan imponentes de las ramas, amarillos y gordos como globos moteados de rojo; un rojo desvanecido como pintado por un artista, y tan encendidos que parecen ojos que te miran. El plátano crece  entre hojas oblongas, en pencas terribles que  parecen las manos verdes de la bestia. Frutas grandes que se mueven como garras cuando el viento azota.
La espesura de la tupida arboleda no deja pasar mucha luz, apenas y se cuelan unos rayitos
fulgurantes y tímidos; cuando se camina por ahí es como si se caminara bajo papel picado de feria; y las pupilas se deleitan con el verde del yuyo enramado que tiene pedacitos de luz y penumbra al mismo tiempo; con el encendido de las frutas que cuelgan y con las almendras abiertas y rojas que yacen en el cepellón, como yacen los muertos en el campo de batalla. El aire húmedo, caliente, caliente; siente uno como se pegan las ropas al cuerpo de tanto sudor y bochorno; hasta da risa que el pueblo se llame Río Seco, por que el nombre no coincide con la humedad y la vida que se respira en esa arboleda. Pero uno lo entiende cuando se llega a la barranca, junto a las primeras casas del poblado: como si se tratase del cascarón muerto de la piel de una serpiente, está lo que fue un río que bajaba desde el monte hasta la mar. Dicen que era un río muy basto; fresco, fresco y de agua tan clara que se miraban las rocas del fondo, de esas rocas de río blancas y lisa como blanquillos; también se veían  los peces tornasolados, brillantes como joyería nadando contra la corriente. Cuentan que si bajabas por la orilla del río hasta el mar, luego luego se veía como chocaba el agua dulce con el agua salada. Dos hermanos que se encuentran y se saludan.
Hasta que el río se seco así, sin más ni más, y como el agua nunca regresó, el pueblo se llamó Río Seco y todo el mundo olvidó cual era el nombre que tenia anteriormente, por que así es de fácil olvidar las cosa buenas cuando dejan de pasar. Lo que antes había sido un caudal de agua viva, se convirtió en una triste zanja al fondo de una barranca llena de basura y uno que otro esqueleto de res o mula que encontraron en aquel lugar un sepulcro.
El poblado es sencillo, pequeño, menos de doscientas casas; unas grandes de ladrillo pintadas blanco, otras pequeñas de adobe caleado con jardines cuajados de flores,  helechos y palmeras enmarcadas con tablitas en forma de cercas; hay también jacalitos y palapas humildes hechos de madera y palma seca. Las calles sin pavimentar son de tierra negra y sabia, de esa que cuando llueve, suelta un aroma salado y picante: olor de tierra mojada. Cuando el chubasco arrecia duro, se hacen graves lodazales y hay que tener cuidado al caminar si no se quiere terminar siendo un estropicio.
En el centro del pueblo hay una fuente de piedra donde se reúne un tianguis. Unos llevan animales y productos de la siembra particular; a veces no falta quien vende juguetes o radios de la ciudad, aunque no sirven de nada por que no llegan las señales. No hay doctor en el pueblo, solo un yerbatero vetusto llamado Nabor que da sobadas de tabaco y aguardiente para las fiebres y las reumas. 
Cuando alguien cumple santo, se arma una buena comilona de mondongo a la que todos están invitados; se tocan sones y coplas jocosas, rascando con enjundia las jaranas, el arpa y el violín, provocando en los asistentes una necesidad urgente de gastar las suelas sobre las tablas, al ritmo del zapateado. Pero a veces ya entrando el aguardiente de caña en los corazones, se arma una reyerta muy dura y no falta quien saca machete ante el estupor de los asistentes. Se escucha entonces el grito ahogado de las mujeres y el estrépito de los machetes que sacan chispas cuando se encuentran en curva. Casi no ha habido casos que lamentar. Casi.
Fue precisamente en este pueblo rural casi desconocido y oculto tras una arboleda monstruosa donde Jacinta vivía. Hija de un campesino; muchacha recia de caderas firmes y piernas atléticas; morena ella, de piel lustrosa y brillante como fruta madura y dulce. De rostro bonito, orgulloso, afilado y requemado como sus hombros de color bronce tostado.
Un día venia Jacinta, en medio de toda su gracia, caminando por la terracería en dirección al pueblo; andaba descalza, con su falda azul gastada y su blusa de manta sudorosa y repegada en  sus senos tibios; andaba taciturna entre las fauces del monstruo verde, transida por un pensamiento que hacía varias noches habíale quitado el sueño. Y fue justo ahí, en medio de aquel camino, que Jacinta decidió que era el momento de llevar una vida en su cuerpo, así, sin más ni más. No supo si fue por esos árboles frondosos que parecían mirarle o por la vocecilla evanescente que parecía susurrarle cosas bonitas, pero Jacinta se sintió segura de querer hacerlo: llevaría una vida creciendo en su vientre.

II
Aquella noche Jacinta no pudo dormir: Al estar acostada en la soledad de sus habitación, abrazada por el silencio absoluto de la noche donde los grillitos encuentran el momento de dar su concierto, Jacinta se encontró con los pensamientos que le asaltaron cuando paso por la arboleda; creía escuchar otra vez la voz evanescente. Se levantó de la cama; prendió el foco que colgaba del techo; dio vueltas en círculos, se destrenzó y trenzó el cabello, se corto las uñas; nada. No consiguió volver al sueño y no paraba de escuchar el sonsonete aquel que le hablaba.
Fue a la cocina a buscar un vaso de agua y ahí, sus pupilas acariciaron de soslayo el costalito donde se guardaba el frijol. Se apresuró a él y metió la mano en el interior del costal de yute, saco un puñado de semillas y dijo: “Esto es lo que necesito”.
Caminó de vuelta a su cuarto, cerró la puerta y la atrancó con un banquito; despojó entonces su joven cuerpo del camisón de manta que la cubría y se tendió en la cama. Jacinta estaba desnuda bajo la luz eléctrica del foco, en toda su juvenil belleza de  muslos generosos, pechos agraciados y vientre de pradera lampiña. Jacinta, solo vestida por su cabellera negra que se ceñía a las sábanas como una criatura lisa de obsidiana; vestida solo por sus largos cabellos y por el pubis poblado y tupido como la arboleda viviente que estaba afuera en el campo. Igual de viva, igual de húmeda.
Tomó con divina mano una de las semillas que eran tan negras como sus ojos y la posó con ternura en el ombligo, inseminando así su deseo febril: “Por fin he de llevar una vida en mi cuerpo” se dijo al tiempo que se quedó dormida fulminantemente. Cuando despertó notó enseguida que su carne había servido de banquete para los zancudos y que su plan había fracasado.
Paso la mañana la desilusionada muchacha rascándose y pensando. “¿Por qué no germinan las semillas en mi carne?” se preguntaba. Todo el día anduvo dispersa, casi flotando, como una pluma en un remolino que sopla con entusiasmo; “debo llevar una vida creciendo en mi vientre” se repetía una y otra vez en voz baja mientras la voz evanescente seguía hablándole en un extraño dialecto. Fue en la nochecita que la morenita le preguntó a su padre:
-¿Cómo se germina una semilla?
-Necesitas agua buena y tierra buena- le contestó el hombre.
Como poseída por un diablo embravecido, Jacinta fue corriendo a su cuarto, cerró la puerta y la trabó con el banquito; se desnudo y tomó otra semilla de frijol; sacó un puñado de tierra de una de las macetas donde ponía azucenas, de esas que son bellas y fragantes como milagros vivientes. Se acostó en su cama y repitió la operación de la noche anterior, pero esta vez usando la tierra negra que era el alimento de las azucenas y el agua de la noria con que las regaba. Durmió entonces. A la mañana siguiente vio los resultados de su nuevo experimento: había sido su epidermis como un nuevo manjar para mosquitos y su plan había fracasado, solo que en esta ocasión  estaba un lodazal manchándola a ella y al catre. “¡Contra!” se dijo furiosa, “Necesito una semilla que germine rapidito, rapidito”.
Haciendo caso omiso a sus obligaciones y quehaceres, la muchacha fue con el yerbatero Nabor para que le diera una nueva semilla.
-Esta germina rapidito, rapidito mi niña- le dijo el vetusto mientras sujetaba a la muchacha por la cintura.- Ponle tierra, sal y agua bendita; verás como con una frotadita tu semilla crece. Frótate suavecito, suavecito. ¡Que panza tan tiernita que tienes!
Jacinta salió del jacal indiferente a la abyecta lujuria en los ojos del réprobo. Tenía su semilla y eso era lo único que le importaba.
-¡Condenada!- gritó con los dientes apretados el anciano cuando la vio partir.
Por la noche, Jacinta se dispuso a su tarea, que ya mas que un deseo era una obsesión; otra vez su delicado cuerpo yacía desnudo en el catre, con la semilla, la sal, la tierra negra y el agua bendita en el vientre. Esperaba ella un cosquilleo en el vientre, algún dolor o algún placer; algo que le indicara que su semilla estaba germinando. Nada. Durmió entonces pero esta vez con una lagrima corriendo por sus mejillas.
Sucedieron varios amaneceres; Jacinta vagaba melancólica debajo de la arboleda monstruosa; en sus ojos prietos se podía ver esa tristeza de aquel que ha perdido algo que jamás tuvo. Su paso era lento, grave; seguía escuchando la misma voz, pero ya no le era extraña, era más bien intima y calida, como la de un amante. Entonces la vio, estaba tirada en la terracería, casi abandonada sin nada alrededor: una semilla de ciruela que gritaba su existencia solo a los oídos de Jacinta, quien, con un amor afable se inclinó para recogerla; mirándola embelesada y embriagada de pasión.
Y ahí, en medio del bosquecillo, la hermosa Jacinta se entrego a su deseo despojándose de sus prendas con tal ímpetu que parecía un venado brincando airoso sobre sus patas. Se tiró al suelo revolcándose como gata en celo; puso la tierra negra y el agua estancada de un charco en su vientre y puso también la sal que broto del suelo. Germinó casi de inmediato, rompiendo la dura cáscara de la que brotaron pequeños bracitos que se incrustaron en el ombligo, abriéndose paso, rompiendo la piel  hacia el calido interior de Jacinta. Aquello era placer, le causaba una felicidad casi infinita; sentíase invadida por algo ajeno a ella y que le hacia suya a cada milímetro que se adentraba. Era algo nuevo, excitante; una clase de amor que le era desconocido; un amor que ella correspondía y que le era correspondido a la vez.
Y como una ola que choca impetuosa contra las piedras, un espasmo que cimbró a la joven culminó aquel acto…

III
Cuando el astro divino se comienza a apagar tras el pétreo occidente, deja antes de su despedida millones de centellas encendidas en las aguas a modo de regalo póstumo. Son fuegos que flotan y se mueven con el viento marino, mientras el cielo se torna en un púrpura fúnebre que anuncia la partida. Las nubes desgarradas son parte de la lumbre en el agua y el púrpura del manto celeste.
Después, como si el infierno cayese sobre la tierra, todo se torna rojo y el sol parece una esfera opaca y agonizante. Al caer la noche, la negrura terrible del firmamento se llena de silencio que grita y se lamenta. El mar que unas horas antes era alegre y risueño, nos muestra su cara sombría: negro como el peor de los pesares y uno no puede ver más que la umbría; es en ese momento cuando le oímos rugir furioso y caemos en la cuenta de lo finito de nuestro existir.
Pero el astro siempre regresa majestuoso por el oriente, para alumbrar con su implacable luz todos los rincones de la costa y del bosque y del pueblo y la ciudad. Es entonces, en ese perpetuo nacer y renacer solar que llamamos día y noche, en que los hombres vivimos y morimos, sin esperanza de renacer como lo hace cada día el sol. Cuando nos llega el ocaso no hay forma de que busquemos otro amanecer.
Habían transcurrido varios amaneceres así desde el día que Jacinta se entrego a al éxtasis de amor en aquel bosque. De su ombligo brotaba un pequeño tallito tierno y frágil; de color verde pálido y con dos hojitas discretas que apenas se atrevían a asomarse. Era ese pequeño brote vegetal lo que tanto había ansiado Jacinta y la única razón de su existir.
Paseaba por el pueblo y por el bosque con aquel primogénito en el ombligo descubierto ante el asco de algunas personas y el gesto de ternura de otras; sus padres la veían con reproche y se portaban indiferentes ante las necesidades de su nieto.
-¡Eres una loca!- gritó la madre al enterarse del amor de Jacinta.
-¡Eres una perdida!- rugió el padre al ver al extraño vástago.
Pero a Jacinta poco le importaba, por que ella había encontrado la felicidad en aquel amor apacible; esa era la razón por la que corría como liebre juguetona y chapoteaba en la orilla de la playa para que el mar le salara los pies.
Con el paso de las semanas empezó a diluirse la alegría hasta que desapareció y en su lugar quedo un dolor agudo en las entrañas, como si un millón de agujas se incrustaran en sus tripas. El pequeño tallito era una planta grande. A Jacinta se le dificultaba hacer cualquier cosa por que el hijo que crecía en su vientre le estorbaba; decidió no salir y permanecer en la cama el mayor tiempo posible. Su madre angustiada, le procuraba los cuidados necesarios, llevándole té de flores azahar para el dolor y atendiéndola en todo lo que necesitaba. Su padre la amenazaba constantemente, diciéndole que le “arrancaría a ese bastardo”. Jacinta no lo permitiría y a pesar del dolor ella seguía siendo feliz.
Una mañana, intempestivamente, Jacinta despertó con un árbol de ciruelas en su panza. Al darse cuenta, estalló en una gritería tan fuerte que sus padres despertaron y con ellos todas las personas de los alrededores. Eran gritos ahogados motivados por el dolor, pero más por el pánico de descubrirse con semejante cosa saliéndole de las carnes a través de un boquete inmenso y desgarrado en su vientre.
Cuando su madre la vio se desmayó sin siquiera poder decir nada; su padre pegó un alarido lastimero mientras se jalaba los cabellos y abría los ojos a tal punto, que parecía que se saldrían de sus cuencas. Jacinta aullaba horrísona como una bestia herida de muerte, profiriendo blasfemias como un poseso. El hombre, determinado en ayudar a su hija, fue por el hacha que tenia guardada en la cocina y una vez en sus manos fue directo al cuarto de Jacinta con la firme intención de acabar con el árbol, hacerlo leña y salvar a Jacinta de esa suerte maldita. Con todas las fuerzas que el cuerpo le ofrecía, el padre de la muchacha arremetió con puntería justo en donde se hundía la carne con la madera. Fueron más de quince golpes los que se necesitaron para que el árbol se rindiera en un rictus de astillas y dolor. Una vez que vio librada a su hija de ese brote, se dispuso a sacarlo de la casa y en el jardín lo termino de destazar, con tal saña que parecía que descuartizaba a su peor enemigo.
Jacinta yacía inconciente en su cama, como si los nervios se le hubiesen apagado por tanto dolor; en la casa reinó el mismo silencio que habitaba en los labios de la joven y nadie habló al respecto.
A la mañana siguiente, con esa necedad que distingue a las bestias infernales en su afán de hacerse carne en cuerpos ajenos, el brote desgraciado retoñó en el mismo lugar del día anterior, pero esta vez era más frondoso, más vivo y de las ramas colgaban ciruelas rojas, tan brillantes como ojos que podían mirar. El ciruelo respiraba, se movía y casi se podía escuchar una voz desde su interior: un sonido de eco como salido de un sepulcro.
Tanto el padre como la madre se encontraban petrificados por el terror, ante la presencia de una criatura tan horripilante; ni siquiera se atrevieron a acercarse al cuerpo inconciente de Jacinta, pero algo había que hacer. Cuando el primer tajo del hacha golpeó a la criatura, esta sangró profusamente y pegó un alarido infernal que se escuchó hasta las afueras del pueblo. La bestia se había vuelto una sola con Jacinta; se alimentaba de sus tripas y las raíces estaban enredadas en el espinazo. Matar al ciruelo seria matar a Jacinta.
Fueron dos días después, cuando ocurrió todo. La madre de Jacinta entró al cuarto para limpiar y pasmada por el frío de la muerte, vio a su hija con el vientre despedazado, como si hubiera explotado una bomba. La pobre Jacinta tenía los ojos abiertos, con una mueca de dolor en su bello rostro salpicado de sangre; sus manos quedaron agarradas a la cama como dos tarántulas y sus piernas abiertas parecían las de un muñeco de trapo. Junto a la cama había un rastro de sangre, tripas; hojas y ciruelas machacadas que iban del cadáver hasta la ventana, que es por donde el monstruo salió. Jacinta fue enterrada ese mismo día; nadie comentó nada y mucho menos se quiso averiguar cual de las bestias que estaba enterrada en la arboleda, en la entrada de Río Seco, era la que creció en el vientre de Jacinta. Dicen que ya casi nadie pasa por ahí. Casi.

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